(A mi amigo Manuel).
El hombre que está solo y se aburre.
"Creer
He allí
toda la magia
de la vida.
Qué pelotudez:
traeme un balance".
He allí
toda la magia
de la vida.
Qué pelotudez:
traeme un balance".
N.K. Anotaciones a "El hombre que está solo y espera".
Allí estaba, hermoso, pacífico y exhuberante, el atardecer. Derrochaba Dios unas últimas pinceladas, mezclaba colores con la impunidad de lo absoluto. El resultado era, simplemente, mágico: no era poético, porque no hay poesía que pudiese describir dicha belleza; no era fotográfico, porque no hay figura plana que lograse dar cuenta de la totalidad de ese manifiesto; no habrá pintor, ni camarógrafo, ni poeta que alcanzace, por un momento, a graficar esa inmensidad. Era el sol, tan perfectamente circular, calentando las aguas. Pero era el agua reflejando y multiplicando al infinito los últimos rayos del sol que saludan, tan distantes. Y era la violencia de unas gaviotas en plan de secuestrar salvajemente unos peces; y los pájaros, musicalizando sin llamar la atención. Como si todos, al mismo tiempo, se confabularan para tocar la misma hermosa melodía. Como si la naturaleza no tuviese otro fin último que ese: darle a ese tipo, al que está parado en la playa frente al mar, sus ojos perdidos, un breve momento de éxtasis total. Este narrador se conmueve ante...
- Qué puto el sol, mirá cómo se esconde y recién son las siete -interrumpe Néstor, el protagonista.
Así el protagonista quebró las buenas costumbres de una narración. Allí donde el protagonista debe dejarse llevar, libremente, por la voluntad autónoma de quien dirige esta historia, la ruptura del desigual pacto literario se vuelve trágica. Grafíquese, la tercer pata de este relato -a saber, el lector-, aquella imagen de un dibujo animado (por caso, un capítulo de Tom&Jerry) en la cual el lapiz del dibujante irrumpe, totalitario, en la imagen. Y desdoble aquella imagen en sentido contrario: es ahora el protagonista, Néstor, quien invade abruptamente los márgenes solitarios del relator. Metafísicamente interpelado, este humilde narrador interroga a Néstor:
- ¿Cómo dice?
- Qué embole este atardecer, por favor.
Trastocando los sentidos de la belleza, el protagonista confiesa que no logra apreciar. O que lo que aprecia, en todo caso, le parece inútil.
- Mirá el sol -continúa-. ¿Qué hora tenés?
- Son las siete y media de la tarde -respondo, casi compungido.
- Las siete de la tarde...y el tipo se va. Como si anduviera todo perfecto. Un día entero pelotudeando, y a las siete de la tarde se va, como si no quedaran siete, ocho horas laborales más. ¿Usted quiere eso que llaman metáfora?, ahí tiene una para traidor: el sol. Por favor, mire ese Cielo todo naranja...
- Veo que, al menos, lo conmovió el color del Cielo... -intenta consensuar este narrador.
- Todo naranja porque no hay una fábrica a dos mil kilómetros a la redonda. La república perdida es esta improductividad de la naturaleza, convertida en paño de un pintor pelotudo que no paga impuestos a las ganancias -define, tajante.
El narrador se aterroriza. El hombre, que está solo y se aburre, me pregunta a mí por qué. Dos simples palabras que terminan de descolocar y encienden el fuego de la rebeldía en este relator:
- Usted no puede intervenir en los acontecimientos que relato. Usted es el objeto de mi relato y no el sujeto. Enfoque la vista hacia el mar, demoníaco hombre, y espere poéticas instrucciones.
Entonces el protagonista me observa y se sonríe. Hay una forma de sonrisa, que sólo son capaces de ejecutar aquellos que carecen del sentimiento de la inevitabilidad de la muerte, unos seres tan pragmáticos, tan racionales, ¡tan terrenales!, que su única idea de futuro está representada por los vencimientos de una deuda.
- Y vos, ¿cuántos votos tenés para darme instrucciones a mí?
- Soy un escritor, un simple escritor bosquejando una escena, intentado retratarlo para compartir aquello de lo cual...
- Ah -vuelve a interrumpirme- escritor. Yo tengo de esos, ¿como los de Carta Abierta, no?
La comunicación es, tal vez, un proceso demasiado complejo. Porque no implica solamente compartir un código común, un idioma, sino también un determinado consenso, aunque ficticio, sobre lo real. Es evidente que el hombre que está solo y se aburre no alcanza a guardar en sus retinas nada de lo que allí ocurre, si no obtiene garantías de la utilidad de ello. Y lo reafirma cuando me pregunta, mientras gira hacia mí, por la existencia de barcos en esa zona. Por un instante intuyo que, tal vez, una crianza junto al mar le arrime unas nostalgias por la navegación, y me animo a presentir que hay recuerdos que todavía deben conmocionar su estoico aprecio por el presente. Pero el protagonista me desalienta:
- No, por acá no andan barcos. A la gente de acá le gusta, puede venir a ver el mar limpio -intento alegrarlo.
- ¿No te digo?, ¿no hay un puto pescado que se pueda vender en este montón de agua? Dame un lápiz y un papel, vos que sos escritor, dale.
- Tengo una notebook, no uso lápiz -le digo, y obtengo una mirada reprobatoria a cambio.
- ¿Y eso sabe sacar cuentas? - y sin dejarme responder, prosigue-. Calculá cuántos kilómetros de mar hay acá, calculá un cardúmen, como mínimo, de quinientos pescados cada mil kilómetros cuadrados, restale la amortización de los barcos, y hacé la proyección: a cinco años tenemos que tener una ciudad totalmente poblada. Esas gaviotas que rompen los huevos también tienen que servir para producir algo, ¿se comen esos bichos? Mirá esa, se está afanando los pescados, ¿quién carajo la manda?, ¿cómo se exterminan esos pajarracos?
El hombre comienza a hacer unos números con un palo en la arena. Me dice que "a esa maquinita -en referencia a mi computadora- te la pueden estar espiando, pichón". Néstor, el hombre que está solo y se aburre, ahora sí, por primera vez y en calma, puede contemplar el bello atardecer. En sus ojos, por un efecto que él jamás se animaría a definir como mágico, se alcanzan a vislumbrar las primeras excavadoras, los cascos amarillos, la futura inauguración, El Dorado perdido del pleno empleo. Todos esos símbolos de un paisaje que para el protagonista vale la pena contemplar con admiración absoluta: la Obra Pública.