20/5/11

Con la cabeza de Sartori o con Sartori a la cabeza


Dicen, los diarios, que cambiar la ley electoral ha sido la primera reivindicación clara y contundente. Entonces ya hay una linda diferencia con el 2001. Una diferencia que es valiosa. Una diferencia que me permite arrojar que, si este es el objetivo que termina prevaleciendo (por encima de “democracia real”, de “nuestro futuro”, de “la revolución de las redes sociales”), no sé si estamos en presencia de una revolución, pero sí estamos frente a un suceso mucho más rico, complejo y posiblemente más beneficioso para España.

17/5/11

Quién escribirá el Ulises de nuestra época


1. Toda interpretación sobre un aparato mediático – aún la de otros aparatos mediáticos sobre el resto de ellos – está sostenida en la idea de que la influencia del mensaje es total sobre el receptor. El público no es una construcción sino un hecho dado, una masa sobre la cual se emiten mensajes que llegan plenos. La evolución de Laswell hasta acá, la idea de que quizás hay líderes de opinión más cercanos, pertenecientes a un reducto más íntimo y familiar, es también estéril. Ni siquiera la bien construida idea de “la espiral del silencio” logra romper del todo con la noción de una matriz comunicacional que baja, sobre unos dispersos punteros de la opinión, determinados mensajes. El paternalismo cobra entonces la forma de la condena al mensaje.

2. Es decir, hasta ahora, ninguna teoría que intente explicar la influencia de los medios de comunicación en la formación de la opinión pública logró ganarle la batalla cultural a la potente idea de la aguja hipodérmica de Laswell. Los medios emiten un mensaje y el receptor, una uniformidad, lo recibe sin mediaciones. La evolución de las ciencias de la comunicación no logró franquear el umbral de sus propias discusiones internas.


3. La victoria laswelliana consiste en endiosar al mensaje como un canto de sirena capaz de atrapar y quitar de la realidad a cualquiera que lo escuche. El primer kirchnerismo intentó con estrategias varias, y ciertamente mucho éxito, evadir ese hechizo. Lo tapó con otros cantos, sino más fuertes, al menos lo suficientemente molestos como para paliar la potencia de los primeros. Fue, incluso, más burdo. Llegó a zamparse en las orejas unos kilos de cera para atravesar todas esas islas sin caer en las mágicas garras de ninguna. Es una forma de la pureza tan efectiva como solitaria.


4. Puede ser que haya, entonces, otro momento, un segundo kirchnerismo, una segunda forma, (¿mejor?, no sé; más placentera: seguro) de ser kirchnerista. Una forma más homérica. Un kirchnerismo a la Ulises, que permita usar el clima cultural de la época como correa para atarse a un mástil y dejarse transitar por las orillas de esas islas peligrosas, sin el temor a volverse permeable a los encantos de las sirenas. El kirchnerismo es un colectivo, entonces, valioso allí en sus multiplicidades. Los que queremos, a riesgo de volvernos locos, escuchar los cantos de las sirenas tenemos muchos compañeros dispuestos a llenarse los oídos de cera para que nosotros, un ratito, naveguemos por aquellos, otros, terribles, mares. A la vuelta nos tocará a nosotros zamparnos de cera, y mirar para otro lado cuando un compañero nos pida a gritos que lo dejemos libre de dar rienda suelta a sus más bajos instintos.


5. Vendrán, esas canciones, en formato de reality shows. Veremos compañeros que hasta hacía un rato parecían seres sensatos, discutiendo, desbocados, sobre las idas y vueltas de Cristian U. Vendrán los maléficos hechizos en la forma de un talentoso, agradable, total y absoluto conductor bolivariense. Se escudarán, con algo más de pudor, esos cantos demoníacos en ficciones como El Puntero. Y atados al mástil del kirchnerismo, habrá quienes decidan (mos) navegar por esos mares. Porque sólo atados al mástil de época se puede evitar la locura y apreciar a las ninfas.


6. Habremos ganado entonces, me parece, digo, atado en este humilde mástil que nos regaló la época. Habremos ganado en la construcción de algunas buenas subjetividades. Habremos ganado en la posibilidad de extraer de algo, que por esencia conducía a la locura, un poco de belleza, tal vez un goce artístico o, tan simple y necesario, algunos minutos de entretenimiento. Y entonces, contrariu sensu, ese mástil de la propia subjetividad, de la propia individualidad, será cada vez más grueso y resistente a medida que atraviese más islas, más cantos de sirenas, más tentaciones gozadas sin consecuencias. Porque será la propia racionalidad la que cada vez debata mejor con el impulso dionisíaco.


7. Un kantiano dirá que llegará el día en que entonces la conciencia cumpla los dieciocho, adquiera la mayoría de edad, y entonces ese mástil ya no sea necesario siquiera para visitar a las temibles ninfas homéricas. Un peruca refutará que ese mástil, que es cada uno de los compañeros de ruta, no se termina de construir nunca. Esta última postura es por cierto más efectiva. Pero la idea es definitvamente hobbesiana, en la ironía de que las cadenas nos harán libres. Nos evitarán la esclavitud del goce pleno.


8. Negamos la vigencia de Laswell. Negamos la inyección de valores de los medios hacia los receptores. Nos atamos al mástil de nuestra época y vamos hacia allá a mirar El Puntero, Gran Hermano y Tinelli. Sólo así redimimos al mundo.


12/5/11

Entrevista a Guillermo Amador Padilla


-Estuve ciento cincuenta días en las calles con la protesta permanente (…) En esos días logramos trabajar pero igual nos cuidábamos. Dormía como en cinco lugares distintos. Había protección frente a la persecución. Pero después de los ciento cincuenta días las calles no nos protegían. Esta situación de la persecución por parte de las fuerzas de seguridad y los paramilitares hizo todo mucho más inseguro. Tuvimos un intento de secuestro en un viaje en taxi. Simulamos una llamada de alguien que nos estaba siguiendo en otro auto. Bajamos y nos salvamos. Fue una situación tensa en la que había que pensar rápido.

2/5/11

El Negro: conversaciones con Barack Obama


Llegué a la Casa Blanca el día que se había decidido comunicar la muerte de Osama Bin Laden. Entré convocado por Barack Obama quien, tras leer que yo era el ideólogo detrás del gobierno de Néstor Kirchner, quiso mantener una conversación conmigo. Obama en el fondo del salón, mirando al verde parque de la White House. Su secretaria me deposita, el Negro saca a sus asesores, quiere una reunión conmigo a solas. Estoy – él lo sabe – enfadado.

- No puede ser, máster – le digo. Eras nuestra esperanza progresista en los EEUU.

- Imagino que ya no lo soy más – me contesta, sin darse vuelta para mirarme.

- Claro que no. Violaste la soberanía de un país, mandaste a matar un tipo – le pongo cara de decepción.

- Sí. Supongo que esa bandera ya no me pertenece.

- La del progresismo. Claro que no. Es sólo nuestra.

- La de la pureza, decía yo – se da vuelta, me desafía con la mirada y ríe irónicamente.

- No, no se trata de pureza, no me corrás con esa. Mandaste a matar un tipo y eso es un límite.

- Ajá, un límite. ¿Entonces qué hago?

- Lo atrapás y le hacés un juicio.

- Sí. Está bien que pienses eso. Aprovechá que vos podés.

- ¿Y vos no? Sos el Presidente de los Estados Unidos. Podés pensar y hacerlo – le grito.

- Sí. Y Papá Noel es un señor gordo que anda en un trineo volador – baja la mirada y juega con una lapicera. La cosa es más complicada que escribir en un blog. El derecho internacional no existe, hermano. El mundo es un lugar anárquico.

- You need me on that wall – me hago el banana, no me da bola.

- ¿Qué hago?, ¿pido la orden de captura a la policía pakistaní?, ¿alguna vez pensaste cuántas mediaciones hay entre el Presidente de los Estados Unidos y un cabo de una comisaría en Pakistán? Bueno imaginalas. ¿Hago un reclamo a La Haya para ver si me lo pueden traer que tengo que charlar unas cosas?, ¿pido una orden de allanamiento? Suponéte que sos el Presidente...

- No, me volvés a correr con esa...

- Claro que te corro. Vení, sentate en este lugar – me ofrece su asiento tras el escritorio. Me siento.

- ¿Viste cómo pesa, lo sentiste? - me dice mientras camina alrededor y sigue. Los presidentes no trabajamos, en el sentido estricto de trabajar, de producir. Los presidentes dirigimos y tomamos decisiones. Y esas decisiones, como todas las decisiones, vienen condicionadas. Nunca hay más de dos, tres alternativas. Tienen costos y beneficios, y nuestro trabajo es el peor: pesarlos. Ese asiento en el que estás, por paradójico que parezca, es uno de los lugares con menos libre albedrío del mundo.

- Podrías haber decidido, digamos, no matarlo – me paro del asiento porque me gana la discusión.

- Podría haber decidido eso. Podría haber entrado un comando, lo capturaba y lo traía a los Estados Unidos donde lo juzgábamos. Seguramente cualquiera que se opuso a matarlo estaría a favor de eso, ¿no? - ironiza.

- Bueno podrías haberlo juzgado ahí, también.

- Claro, sí. Tener detenido a Bin Laden en un país de Medio Oriente, con posibilidades de que el tipo filtre un mensaje. Gran idea, ¿no pensaste en postularte para Ministro de Defensa?

- Qué se yo, sos el Nobel de la Paz.

- Me dieron el Nobel de la Paz por ser negro en un país racista, no porque mi política exterior suponga que la naturaleza humana es esencialmente altruista y que las personas deben colaborar mutuamente basados en la confianza, el amor y los pajarillos de colores que cantan en la ventana mientras amanece. ¿No eras vos el que hablaba de una “existencia-destino”?

- No, era Feinmann.

- ¿Quién? No importa, decile de mi parte que tiene razón. Mi existencia-destino es esta. Tengo un dato, pueden encontrar al tipo y matarlo. Tengo que pesar los costos y beneficios de esto, y escojo racionalmente un plan a seguir. Eso da resultado, ahora me tengo que bancar la que venga, la condena de los que no tienen responsabilidades geopolíticas y está bien que eso suceda así. El teorema de Baglini no explica sólo fenómenos de política interna, sino también mundiales.

- No entiendo.

- ¿Sabés por qué te llamé a vos?

- Porque soy el mejor filósofo del mundo y querés saber cómo gobernar - le contesto, humilde.

- Sí, además de eso – hace una mueca, intuyo que me toma el pelo.

- No, no se me ocurre otra motivación que mi brillantez.

- Te llamé porque sos kirchnerista.

- ¿Y eso qué tiene que ver?, ¿te creés que voy a justificar una muerte?

- No, jamás te pediría eso. Te llamé porque entiendo que sos kirchnerista, y entiendo que quizás seas un poco más permeable que otros a la idea de la excepcionalidad. El kirchnerismo, vos que sos filósofo, debería cambiar de enemigo. En vez de “La opo” y “La corpo”, en vez de Magnetto, debería ir a por Kant.

- ¿Lo decís por el idealismo de “La paz perpetua”? - le tiro con la biblioteca encima –. Digamos que no es el libro que mejor va a explicar tu administración, al menos por ahora.

- Lo digo por eso pero lo digo más por la idea de imperativo categórico. Yo pretendo que me entiendas como kirchnerista porque intuyo que podés entender la excepcionalidad de las acciones, que podés ir un poquito más allá de la pretensión de que la gente obre “de forma que puedas desear que la máxima de tu acción se convierta en una ley universal”. Yo no puedo obrar así, no porque sea malo por naturaleza (quizás lo soy, no importa), sino porque soy presidente. No puedo pretender universalidad a todo lo que hago, porque entonces no podría laburar. Bin Laden es una excepcionalidad. Ir y matar al tipo no supone que voy a ir y matar al resto de la Humanidad. Supone sólo eso: que voy a matar a todos los que hayan planeado un atentado el 11 de septiembre de 2001. Es un universo de gente bastante, digamos, acotado.

El tipo me sorprende. Hay algo de fineza en su análisis sobre el kirchnerismo.

- Ahora, vos nos cagaste, porque viniste a todos los países del Cono Sur y nos pasaste por arriba – tiro un manotazo de hundido.

- Yo no podía ir a tu país porque no podía justificar el pragmatismo.

- Como yo no puedo justificar el tuyo.

- Pero podés entenderlo – me mira con cara de “Yes we can”, el guacho.

- Puedo, pero no puedo decirlo, nunca.

- ¿Por qué? - me pregunta, deshauciado.

- Porque Kant ganó y entonces toda acción política debe ser universalizable. Y la acción política es todo lo contrario: un momento de locura. Vos tenías que hacer lo que hiciste, tanto como tenés que bancarte la pelusa de haberlo hecho. Esa es la tremenda esquizofrenia de tu cargo: por eso los presidentes están locos, por eso la política es un lugar extraño, lleno de dementes, por eso ser presidente exige estar chiflado, creer que los dioses conspiraron para ponerte ahí, que el destino te exige ejercer ese servicio. Si no tenés esa presunción, ¿cómo tomás las decisiones que dejan perplejo a todos los demás?

- ¿Eso no es de The West Wing?

- Claro que sí.

- ¿Entonces?, ¿nos rendimos? - se pregunta más retóricamente que nada.

- Hay esperanza. En la Argentina.

- ¿El kirchnerismo?

- Eso. Y que haya ganado Cristian U.

- ¿Quién?

- Lo dejamos para otro día, Negro. Te quieren ver de la CIA me parece.