19/12/07

Cuentos de Navidad

El día que tenga un hijo, así le voy a explicar la Navidad.

Hace 2007 -¿2006?- años el hijo de un zapatero y un ama de casa muy pero muy religiosa tenían un hijo. Le pusieron Jesús porque su madre tenía problema psiquiátricos y veía cosas: entre ellas, un ángel, de esos ángeles que, más que ángeles, parecen tías (por la insistencia de poner un nombre y no otro).

Ese hijo de un zapatero se volvió hippie y fundó la secta palestina que más adictos -en todos los sentidos- tendría en el mundo: se llamaría cristianismo por aquél niño que se suponía a sí mismo el Mismísimo Hijo de Dios, a pesar de los reclamos vanos del zapatero. Nadie cuenta la historia de José: pelear la paternidad de un niño nada más y nada menos que con Dios, esa sí es una batalla.

Los 24 de diciembre, hijo, el mundo occidental (¿lo ves?, de esta rayita para este lado) festeja el nacimiento de aquél niño, concebido por un espíritu -santo él- y un ama de casa que, al revés de lo que te han enseñado en Educación Sexual, jamás de los jamaces ha fornicado, a pesar de la evidencia concreta de un crío. ¿Por qué nos hacemos regalos, hijo? Pues no sabría decirte, si aquél hippie vestía harapos, cuentan, y se despegaba de lo material. Lo que ocurre, tal vez, es que en nombre de aquél palestino muchos han hablado, y cuando él habló no fue para nada concreto (que es la mejor forma de no decir casi nada). ¿Que por qué ese gordo vestido de rojo baja por nuestra ventana, abrigado hasta el cuello en pleno verano? Pues ese gordo era parte de una festividad finlandesa, y luego la empresa Coca Cola lo volvió comercial, le cambió los boquenses azul y amarillo por el rojo y blanco, y lo instaló como un producto (que es lo que suele hacer casi todas las empresas, hijo).

Una gran cantidad de gente no cree en nada de eso: ni en la estrella fugaz, ni en la virginidad de la susodicha, ni en los tres musulmanes reyes magos, pero la mayoría de la gente, sobre todo, no cree que ese palestino de clase baja que nació en un rancho haya sido el enviado de dios. Y millones han muerto en esa disputa: entre los que dicen que sí, y los que dicen que no. Parece absurdo, hijo, pero es bastante así.

Un pino cubierto de nieve, un gordo abrigado hasta los tuétanos: la Navidad es patrimonio del hemisferio norte, y nosotros no podemos sino aprehenderla y adornarla con detalles nuestros: tíos borrachos, comida fría, cerveza helada desde las siete de la tarde, boludos autóctonos que se sacan un ojo con un corcho. Aquél palestino hijo de un zapatero (¡como Stalin!) causó mucho daño: no se si fue su intención, si ocurrió sin querer queriendo, si los que hablaron en nombre de él no supieron -tal vez no quisieron- comprender. Festejamos la Navidad como excusa, hijo, pero ni se te ocurra derramar una lágrima delante del pesebre. Mejor llora por todos los que murieron discutiendo -discutiendo con el filo de la espada- la imbecilidad de su origen divino.

13/12/07

Gambeteando molinos

Quizás es la edad –y me asusta que sea así. Tal vez el monstruo de la Madurez tenga sus ventajas. Hace tiempo, me he dado cuenta, esquivo discusiones. He desarrollado una técnica, intransferible, para dejar de discutir sobre casi todas las cosas: en la mesa, en el bar, aquí mismo, en este mundo paralelo que se torna tan igual a aquél otro. Discutir ha dejado de ser un placer adolescente y ha devenido en una carga espantosa. Ya no soporto dar mi opinión sobre casi nada: considero que no tiene validez lo que tenga para decir, que para cualquier tema hay alguien mejor preparado que yo para decir algo muchísimo más inteligente. Incluso discusiones sobre fútbol, o chiquitajes, hasta chusmerío infantil que a cualquiera siempre lo tienta, ha dejado de hacer efecto sobre mí: y eso ya no es Madurez, sino desgano. He rogado a gritos no saber más, he ignorado introducciones a una confesión sólo para no escucharla, he caído en la certeza de que la ignorancia no genera compromisos. Hundido en el mar del relativismo, he dejado pasar ante mí aseveraciones otrora fácilmente refutables. Ya ni siquiera insulto a la televisión.

Y no es que no tenga opiniones, porque las tengo –erradas, inútiles y sin importancia. Lo que ocurre es que no encuentro la motivación para darlas a conocer. Solamente opino cuando hay que fastidiar. No me jacto de “llevar la contra”, porque me parece una actitud imbécil opinar lo contrario sólo porque la rebeldía cae mejor que el conformismo: la rebeldía puede ser, y tantas veces lo es, igual de estúpida cuando carece de fundamentos. Pero en la discusión banal y sin sentido, opino a favor de Bielsa y de la clase política. Y, por lo menos, el tiempo pasa mucho más rápido.

(Digo, para aclarar: no vale tomar este argumento, llevarlo al extremo y acusarme de macrista. Considero que la política debe estar fundada en la discusión, pero de otra clase. Aquí hablo de otro tipo de debate, menos importante pero más constante y cotidiano, un debate menos profesional pero más agotador e infecundo).

La última discusión en la que sentí placer versaba sobre la posibilidad, las causas y las consecuencias de llenar una pileta con gelatina. ¿Acaso moriría un sujeto arrojado allí dentro?, ¿cuántas cajas del producto en cuestión serían necesarias?, y la pregunta, fascinante, que provocó sobre mi espíritu indiferente una sensación de fascinación: ¿cuánta gelatina habrá, hoy, en el mundo?

El Quijote me parece una obra maestra. Y el personaje me encanta. Un señor que se llamaba Ricoeur, y al que nunca entendí demasiado, hablaba sobre la importancia de la lectura de novelas en términos de juzgar nuestros propios valores en referencia a los personajes (o algo así). A mí la lucha del Quijote contra los molinos de viento siempre me había resultado una metáfora fascinante de lo que yo quería ser: el valor, positivo en aquella época en que leía El Quijote, de la testarudez. Chocar cincuenta veces contra una pared me parecía un gran mérito, si la pared debía ser tirada. Hoy, tal vez, encuentre la virtud en aquellos que gambetean el molino y siguen su camino con la cabeza sin abolladuras, mirando el molino que dejaron como una enseñanza, como un símbolo de las discusiones que sí valen la pena enfrentar. Muchas de las cosas que estoy dejando pasar, molinos inquebrantables que no pretenden ser derribados, están enseñándome a discriminar las discusiones y no caer en la tentación sofista de la discusión por la discusión misma.



4/12/07

Tomar La Bastilla


La cárcel va a ser eso de lo que dentro de cien o doscientos años, las futuras generaciones se nos van a cagar de risa. Así como a nosotros nos parece una imbecilidad que hace dos o tres siglos la gente pensara que dios investía a un tipo con la categoría de rey, y ese tipo era su enviado personal en la Tierra, dentro de cien años los habitantes del futuro se morirán de la risa.

- Alumno Gómez, ¿qué hacían en el siglo XX y XXI con quienes violaban la ley?

- Los metían en un edificio en mal estado, los encerraban en unas jaulas de hierro, los alimentaban mal, dejaban que se contagien enfermedades de la época –como el SIDA –los humillaban...

- Bien, Gómez, ¿y quiénes iban presos?

- Iban presos los pobres, señorita, los metían presos por una figura legal que se llamaba “prisión preventiva” y que servía para encarcelar los pobres que sobraban del proceso de producción. Los ricos, en cambio, podían dar parte de su fortuna al Estado, o simplemente demostrar buena predisposición frente a la justicia, consiguiendo la amistad de un juez, y así nunca iban presos.

- Vaya, Gómez, tiene un ocho.

Creo que para entender algunas cosas hay que intentar subir la abstracción cada vez más lejos: como alejar la lupa en el Google Earth. A primera vista, con la lupa bien cerquita, un preso es simplemente un delincuente por el sólo hecho de estar preso. La ubicación geográfica, la posición arbitraria de un lado u otro de unas rejas, convierte a una persona en normal o no, en enferma casi, un incapaz de aceptar unas reglas que se suponen naturales, o que son reglas por suponerse naturales, o que son naturales –digo –porque eso hacen las reglas. Subir la lupa, entonces: darse cuenta que la diferencia entre quien está de un lado u otro de la reja está preso –nunca mejor dicho –de la arbitrariedad de un sistema. Que quien hoy roba a un rico es considerado un delincuente, pero que hubieron sociedades, y personas, que pensaron que eran los ricos quienes, a su vez, habían robado a los otros para ser eso: ricos. Y que la victoria de un sistema, el capitalismo por caso, es un argumento demasiado endeble como para quitar a una persona la libertad. Alejar la lupa, ver todo en abstracto, para darse cuenta de la contingencia: que es una casualidad –nada más –que los que hoy caminan libres no estuvieron ayer o no estarán mañana del otro lado de las rejas.

Alejando más la lupa: un sujeto nace. Se le imponen –vía aparato ideológico llamado escuela, familia, sociedad –una serie de reglas. Que la propiedad privada debe ser respetada a toda costa, que la nación y la patria significan alguna cosa, que él es parte de esa cosa, y que esas reglas no pueden ser, nunca, cuestionadas. Que, incluso, a distintas condiciones materiales de vida, las reglas deben ser respetadas por igual. Me pregunto, les preguntaría el sujeto: ¿acaso no deberían esas reglas asegurar la supervivencia de la persona? Digo, les diría el sujeto, que si la aceptación de las reglas supone poner en riesgo la supervivencia, entonces las reglas carecen de sentido, son un fin en sí mismas. La propiedad valorada por encima de la vida: una regla esencial del sistema. Entonces el sujeto decide que es mejor robar que morirse, y termina preso. O simplemente termina preso por vivir en un lugar y no en otro, por robar de una manera y no de otra, por no robar pero aparentar que roba, por usar unas prendas de vestir que la policía, tan lombrosiana, asocia directamente con la delincuencia (por otra arbitrariedad, supongamos).

Las reglas no son bien impuestas, alguien las incumple y termina castigado: preso, en condiciones infrahumanas. Las falencias de una sociedad que no es capaz de explicar su sentido de ser: la paradoja de valorar sus reglas por encima de la vida la vuelve incoherente, y así, necesita unos barrotes de fierro para explicarse. Al tiempo un supuesto motín, a veces una venganza de los guardiacárcel, una pelea entre ellos mismos, termina con la vida de algunos. Y los medios, siempre, titulan que quienes murieron fueron presos y no gente. Y no hay marchas con velas blancas en las manos. Y no hay llantos de familiares de las víctimas. Y la indignación no es tanta como la de Cromagnon, la de la Amia, la de los muertos por secuestros. Y debería, pienso, ser la muerte que más nos debería conmover y enfurecer: digo, porque son los primeros sujetos a cargo del Estado. Es el Estado el que decide encerrarlos, mantenerlos bajo su tutela, y los mata. Todas las otras muertes ocurren bajo su jurisdicción: pero las muertes en la cárcel son su responsabilidad directa, él es quien decide la ubicación de un montón de tipos en ese lugar y momento.

No debe haber sido casualidad que la Revolución Francesa haya empezado con la toma de La Bastilla, una cárcel. Las victorias sobre los símbolos son, en la revolución, más importantes que las victorias militares. Nunca la arbitrariedad estuvo mejor representada que en una cárcel de un gobierno monárquico y absolutista. La secularización, la legitimidad democrática, no tardó en suplantar un tipo de cárcel por otra, similar y diferente: más burocrática pero menos apelable, igual de arbitraria pero más abstracta y racional. No, las casualidades de la Revolución no existen, y destruir caprichos es una de sus tareas: quizás es hora de volver a tomar La Bastilla.