"Yo te ruego que tan preciosa sangre no se haya derramado en vano por mí, sino en la remisión de todos mis pecados, de los que te pido perdón, desde el día que recibí el agua del bautismo hasta este mismo momento, y entono a Ti, Señor, el mea culpa. Te pido perdón también del mal ejemplo que he dado a esta ciudad y a sus habitamtes, tanto en lo espiritual como en lo temporal, e, igualmente, de cualquier otra cosa en que haya errado sin darme cuenta. Humildemente pido perdón a cuantas personas se encuentran presentes y suplico rueguen a Dios por que me haga fuerte hasta el fin."
Fui misterio también para mí mismo hasta el día del fuego y ahora estoy dispuesta a decir la verdad sobre mi ser. Había nacido con ánimo ávido y encendido, deseoso de sobresalir y de mandar. Yo vi, desde joven, que por dos caminos llegaban estos a la señoría: por la fuerza de las armas ayudada por la del engaño o con la fuerza del oro ayudada por la del engaño. Yo no tenía oro para pagar soldados o para corromper ciudades.
Y, sin embargo, en mi ánimo ambicioso, exaltado por la vehemencia de una voluntad firme, sentía urgir aquella ansia de imperio que poseía a tantos corazones de mi siglo. Y me di cuenta de que quedaba abierta una tercera vía para el dominio de los pueblos: la palabra. Pero ¿qué palabra? No, en verdad, una elocuencia puramente humana que no habría sabido conquistar a los futuros súbditos. Una oratoria poética y enteramente retórica como la de los humanistas podía hacer que se adquiriese gracia ante un mecenas, pero no dar el poder sobre las ciudades. Me di cuenta de que la palabra inspirada por Dios, anunciada y proclamada en nombre de Dios, podía ser un medio para la adquisición de un poder absoluto sobre las almas de los hombres, es decir, de orientar su querer hacia nuestro intento. Pero no bastaba para esto la dulzura de la palabra evangélica, que, por sí misma, es renuncia al dominio de este mundo. Vi, por experiencia, que algunos pueblos son llevados a obedecer más con la amenaza y con el terror que con las suaves caricias de la esperanza; y en mis sermones y en mis cuaresmales tomé como texto y modelo los profetas del Antiguo Testamento, que tan a menudo recriminaban y maldecían a los pueblos y anunciaban azotes y desventuras. También yo con el correr del tiempo me hice semejante a un profeta de la antigua ley y logré con lo terrible de mi palabra brillante arrastrar detrás de mí a las gentes, primero al pueblo sencillo y a las mujeres y luego a todos los demás, hasta los poetas y los filósofos. No pudiendo tener lanzas o florines para apoderarme de la ciudad, usé armas todavía más seguras: la profecía y el espanto. Fui un profeta en apariencia inerme, pero mis violentas y convincentes profecías de desgracias, de calamidades y de llantos fueron mis verdaderas armas y, por lo menos durante algún tiempo, armas victoriosas.
(Giovanni Papini. Guiudizio Universale. Apóstoles y profetas)
Discurso de Elisa Vonarola Carrió luego de la recuperación estatal de los fondos privados de jubilación:
"y tú, Argentina, que piensas sólo en ambiciones y empujas a tus ciudadanos a exaltarse, sabe que el único remedio que te queda es la penitencia, porque el flagelo de Dios ya está próximo".
(Savonarola)
Ya sabés Elisa: por cada comparación con Ceacescu, ¡una para vos con Savonarola!