24/9/07

Réquiem para un Buzo

En "Los siete locos", de Roberto Arlt, el protagonista de la novela, Erdosain, contaba que su padre lo golpeaba de una manera muy particular. Cuando iba a golpearlo, no lo hacía directa y espontáneamente, sino que se acercaba a su hijo por las noches y le decía: "mañana te voy a dar la golpiza de tu vida". De esta manera, el frío, calculador y cruel padre de Erdosain no sólo torturaba físicamente a su hijo, sino que lo hacía permanecer toda la noche en vela, a la expectativa de la paliza.

El hecho de haber contado con tres hermanos que tuvieron la desgracia de nacer antes que yo, me ha otorgado en la vida un beneficio que nunca dejaré de agradecer, y es el de contar con una serie modesta, pero suficiente, de prendas de vestir, sin tener que sufrir la tortuosa tarea inhumana de dirigirse a un local de ropa a realizar esa innoble sucesión de la elección, el probado y la adquisición de productos de vestimenta. Mi vida así transcurre feliz entre remeras abandonadas, pantalones secuestrados y una comuna hippie de calzoncillos y medias que se comparten sin preguntas ni reproches. La dinámica del traslado de ropa hacia un hermano menor es relativamente sencilla. En momentos de crecimientos adolescentes, las cosas empiezan a quedar físicamente pequeñas y el proceso de apropiación es simple. Cuando las edades comienzan a emparejarse, la cuestión es algo más psicológica. Las técnicas varían, pero la que más resultado me ha dado en la vida es la de contrabandear una prenda, utilizarla hasta el hartazgo para que ese aprovechamiento la vuelva tu propiedad. Incluso puede hasta jugarse con intentar devolverla: pero ésta devolución será rechazada en tanto la prenda ya ha adquirido nuestro espíritu.

Nada podía ser más perfecto: el trauma de tu vida solucionado por una disposición estructural de la familia que te ha dejado como receptor de las cosas que otros dejan, un cartonero intra-familiar que mantiene su dignidad. Esta condición no me permite ser exigente con la calidad de la ropa. Yo sostengo que jamás lo fui: algún determinista me dirá que las ideas están condicionadas por las disposiciones materiales. Que no me importa la calidad de la ropa porque no puede importarme. Porque otra actitud implicaría que yo deba sufrir el tortuoso camino hacia las tiendas de ropa.

Pero ésta es mi vida, y no está sacada de un cuento donde vivan hadas y todos seamos felices. No puede, de hecho, haber felicidad sin algo de sufrimiento. Es por eso que el Destino ha diseñado una serie de mecanismos dispuestos específicamente para torturarme. Se llaman fiestas, y conmemoran cualquier tipo de eventualidad: desde el nacimiento del hijo de un zapatero que se creyó hijo de dios, allá por el siglo 0, hasta mi propio nacimiento, un poco más acá en el tiempo (y sin la creencia de que mi padre sea el mismísimo). Conozco mucha gente que odia su propio cumpleaños por la confirmación del paso del tiempo, la certeza casi material de que todos los días que pasan, son un día menos. Para mí la llegada del mes de mi cumpleaños es el aviso del padre de Erdosain: 24 días por delante sabiendo que ese día, voy a recibir una golpiza a mi espíritu. Cuando era más pequeño, el hecho del factor sorpresa eliminaba mucho del sufrimiento que yo tengo hacia mi cumpleaños. Si la idea era sorprenderme con un regalo, mi compromiso con él era de abrirlo y que me guste, lo cual son dos tareas sencillas para un niño. Con los años, la sorpresa ha dejado de ser un factor importante: ahora ya se me puede preguntar qué necesito, y mandarme a comprarlo. Eso, para mí, resulta un proceso dramático, que bordea lo patológico y roza lo psiquiátrico. Durante algunos cumpleaños logré convencer a los sujetos regalantes de mi familia de que mi ropero estaba lleno de ropa que ellos no conocían pero que existía, y entonces la plata del regalo iba para cosas que sí necesitaba, como libros, discos y demás. El truco, los últimos años, ha dejado de funcionar. El sector femenino de mi familia, mi abuela, ha decidido los últimos cumpleaños, y a veces en viajes que no conmemoran nada, que de aquí a la eternidad me faltará ropa. Trato de dar una imagen distinta, robando ropa nueva a mis hermanos, simplemente para que mi abuela vea todos esos buzos en la primera fila del bolso y se alegre, dejando de lado el tema de la ropa para empezar a castigarme por la barba, la hora y el estado en el que llego a mi casa en ocasiones. Sin embargo, no he logrado eludir la trampa de cumpleaños y navidades. Luego de abandonar la lucha por regalarme algo que me guste, ya que la ropa moderna insiste en que yo lleve la propaganda de su marca cuando soy yo el que está pagando por el producto, ahora la estrategia consiste en brindarme alguna prenda que, se sabe, yo detesto en especial para sentir la culpa por el gasto y obligarme así a ir hasta la casa de ropa a cambiarla. Es un truco vil y maquiavélicamente diseñado, del que nunca tengo respuestas. Los días que me encuentro idealista, dejo la bolsa sin cambiar un mes, digo que mañana voy, hasta que ellos se rinden y lo cambian por algo. El poder, decía más o menos Foucault, se ejerce en todas las relaciones sociales.

"Lo peor que podés hacerme en la vida es andar como un zaparrastroso", me dijo una vez mi abuela. Tiempo atrás yo le hubiera dicho que sino le parece que hay cosas muchísimo más graves que ser un zaparrastroso. Le hubiese dicho que hay garcas, hijos de puta, asesinos, genocidas, torturadores, televidentes de Luis Majul, traidores, fascistas, votantes de Macri, que se visten bien, y le hubiese preguntado si prefería un nieto garca pero bien vestido. No digo que la experiencia me ha enseñado, pero sí digo que hay discusiones que con el tiempo uno abandona, molinos de viento que más vale esquivar. Ahora por suerte tengo dos domicilios en dos ciudades, y eso me da la posibilidad de inventar grandes roperos, los cuales le describo detalladamente: "sí, el pantalón que me regalaste en navidad, y el otro que me compré con la plata que me diste el viaje anterior, y además tengo ese nuevo que me regaló papá". Así, ambos somos felices: ella creyendo en mí, yo con mi único pantalón puesto.

También hay un proceso inverso a la adquisición de la ropa. Se trata de la desaparición de la misma. Resulta traumático contarlo, sobre todo a pocos días de que, por última vez, he visto al Buzo Rojo (no digo "mi" Buzo Rojo, porque a las cosas que uno quiere no debería considerarlas propiedad, sino seres libres y autónomos). El problema del doble domicilio es que les ofrezco coartadas a los que atentan contra el Buzo, y todo tipo de prendas que suelo usar con insistencia estoica: que lo dejaste allá, que lo dejaste acá. Pronto, en unos seis meses, buscaré un trapo para limpiar algo de mi casa, y encontraré, compungido pero resignado, una pequeña parte del Buzo. Quizás encuentre el pedacito sobre el codo izquierdo que estaba inexplicablemente gastado, fruto de las vivencias que hemos sufrido juntos. Tal vez algún día vea a mi propio can durmiendo sobre el Buzo Rojo, ya deshilachado, propiamente asesinado por manos anónimas, inutilizable. El proceso de desaparición de ropa me genera un nudo en la garganta que me impide seguir el relato sin pensar en el Buzo Rojo y su paradero final.

Estas actitudes violentas hacia mi ropa, impiden el desarrollo natural de la sustitución de prendas. La evolución no debería ser acelerada artificialmente por los seres humanos: eso fue, en definitiva, la lógica absurda del nazismo. Lo que digo es que una prenda comienza por desgastarse un poco, pero todavía sirve para algunas ocasiones. Con los primeros agujeros, cualquiera entiende que, supongamos, esa remera ya está destinada para andar por la casa, ir hasta el kiosco a comprar el diario y jugar al fútbol. De a poco, esas tres actividades la consumen hasta desvirtuar su tarea de cubrir el cuerpo, y la remera comienza a ser abandonada en el fondo del ropero. De los tantos regalos de viejas navidades, realizamos un proceso minucioso de selección para promover nuevas generaciones de remeras al primer plano. Ahora sí, naturalmente, sin la incidencia de manos asesinas, una nueva remera se incorpora al staff de siete u ocho remeras constantes que todo humano posee.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Primero feliz cumpleaños . Varias cuestiones , si la ropa fuera tan poco importante ,seria lo mismo usar la nueva q la vieja , se usa porque esta y listo , o no? . La salida mas practica seria 'chantajear a tus hermanos entregandoles la ropa nueva por usada , sin olvidar de guardar alguna para cuando te vuelva a ver tu abuela.
La otra cuestion seria encontrar algo que la genteregalaropa odie y empezar a regalarlo en las fiestas, que es mas caro, aunque podrias sacar la plata de venderle la ropa a tus hermanos .
Y con lo del blog anterior , q tambien me colgue leyendo ,si fueramos todos extras , vos tambien podrias serlo para otros y visto y considerando q no crees ser uno , tu teoria se va a la mierda.
Mi regalo de cumpleaños es firmar , porque te habia comprado una remera pero me parece q me la voy a cambiar por algo para mi.

Tomás dijo...

Agradecimientos por la firma, uno de los regalos más originales que he recibido con más agrado.
Respecto a lo de la ropa, creo que no es importante, solamente que sufro cuando tengo que ir a comprarla. Después usar, se usa cualquier cosa. Pero hay cosas con las que uno se encariña a pesar de lo feas que son.
Buena idea la de regalar cosas que los regalaropas odien.
Y respecto a los extras, no hay ningún indicio de que yo no sea uno de ellos intentando escapar.

Anónimo dijo...

querido Raskolnikov, te escribo esta pequeña reseña al darme cuenta que jamas me pude despedir de ti, ni de tus sobacos que tanto daño me causaron.
creo haberte sido útil hasta el ultimo momento de mi inerte existencia, pero otras tareas hogareñas eclaman mis modestos esfuerzos.
"¿Porqué he de quedarme aquí?
Si lo único que quiero es fumarme este peta tranquilo sin que me detengan violentamente."

Anónimo dijo...

Te dejo un comentario para que después no andes por ahí diciendo "ah no me dejan comentarios", y llores como nena chiquita.
Saludos desde La Provincia de Diver, en la república de Fermopida.