27/9/07

¿Por qué estudian los que estudian?

Yo no sé por qué estudia la mayoría de las personas. Lo primero que se me ocurre es que estudiar es un acto de fe increíble: una certeza de que no te vas a morir mañana. Me pasa cada vez que voy en el colectivo hasta la facultad: me da la sensación que la vida de un montón de nosotros depende de cosas tan frágiles, una luz de un semáforo que cambie en el momento exacto, la destreza de un albañil de hace cien años para construir un balcón como corresponde, la sobriedad de un millón de conductores, la reacción a tiempo de alguien que te ve cruzar la calle, pisa el pedal correspondiente, la casualidad de que todo un sistema eléctrico haga frenar el auto, que el auto frene. La vida pende de un hilo demasiado fino. Así y todo un montón de tipos estudian, estudiamos, basados en el absoluto convencimiento de que viviremos por siempre. Que el conocimiento sea acumulativo, que exija una ardua tarea que se supone eterna, es una ironía horrible que obliga a apostar todas las fichas en un juego que, por pura casualidad, puede terminar mañana.

Quizás si se hiciera una encuesta -alguien que intenta ir por el camino de las ciencias sociales debería hacer las encuestas en vez de imaginarlas- los resultados arrojarían que una gran parte, al menos, comenzó a estudiar para lograr un trabajo mejor remunerado, o con expectativas de que ese trabajo sea más interesante. A veces el mandato familiar, la pura inercia de que muchas personas cercanas estudiaron. Es probable que, al principio, uno lo crea. Quienes desandamos el camino de las ciencias sociales, sabemos que un trabajo mejor remunerado no es función de nuestros conocimientos: que hay muchos métodos para llegar a él, pero que el título de antropólogo, sociólogo, o politologo no es el más eficaz. Estudiar por ganar más dinero me resulta particularmente imposible: no podría abordar la lectura de un texto sobre, pongamos, el sistema político holandés pensando en que eso me dará el día de mañana un puesto en una empresa. Tal vez la universidad sea otra de las formas de no aceptar que la vida es una cosa mucho menos previsible y angustiosamente azarosa.

Las razones que encuentro para estudiar son mucho más personales. Por eso no podría lograr generalizaciones. ¿Por qué estudian los que estudian? No tengo absolutamente la menor idea. Sé por qué lo hago yo: y, si algo he aprendido en estos años de facultad, es que un sólo caso empírico, mucho menos si ese caso soy yo, no me permite hablar de la totalidad del universo.

Hay algunos momentos en los que estudio por un amor genuino al saber, por una cuestión casi platónica. En general, es cuando el conocimiento se me vuelve más accesible, cuando puedo hablar de lo que leí, relacionarlo con otras cosas, escribir parciales con palabras tan difíciles como "estructura organizativa", "determinismo", "consenso ortodoxo", y hasta aprendo palabras en otro idioma, como una vez que leía a Ricoeur y Heidegger y ahora sé una palabra en alemán que es "selbständigkeit" (que les juro que me la acuerdo de memoria, y que quiere decir algo así como "mantenimiento del sí mismo"). No quiero pecar de soberbia, pero si yo hubiese estudiado todas las materias de mi carrera con esta motivación platónica, la verdad es que hubiera aprendido muchísimo, y este blog por ejemplo se llamaría "Hermenéutica de la facticidad". Por suerte, el amor platónico al saber no es mi única razón por la que estudio. Digo por suerte, porque esta situación generalmente se me presenta dos, como mucho tres, veces al año. Y, aunque me sentara a esperar por el resto de mi vida, habría temas y autores que jamás lograrían despertar en mí un amor platónico por sus descubrimientos.

El resto del año, me las arreglo con varias estrategias. Un gran momento, que ayuda muchísimo a mi formación intelectual, es cuando se rompe algo adentro de mi casa y tiene que venir alguien a arreglarlo. Hace algunos días un señor vino a pintar el baño de mi casa y mi ritmo de lectura se incrementó por lo menos en dos o tres veces. Tengo algo de vergüenza: que el tipo esté ahí laburando, y yo tirado mirando Almirante Brown-Cambaceres del ´99 a veces me produce cierto sentimiento de culpa. Casualmente, hace dos o tres días el televisor dejó de andar, y eso también constituye una buena noticia. No soy un gran adicto a la televisión pero, por ejemplo, el fútbol me roba casi todos los domingos a la tarde.

En realidad, esta motivación por vergüenza académica está relacionada con otro tipo de auto-exigencia. Creo que tiene que ver con un deber moral hacia el estudio por el contexto social, político, lo que sea. El hecho de vivir en Argentina, en un país subdesarrollado, con altos niveles de pobreza, de injustísima distribución de la riqueza, hacen de la universidad un privilegio antes que un derecho. Incluso en países mucho más avanzados, EEUU entre ellos, las grandes universidades ya se pasaron al ámbito privado y dejaron de ser universidades para ser empresas. A veces creo que está mal estudiar sólo por el hecho de tener la oportunidad. Se me ocurre que se parece al argumento de una madre que le dice a su hijo que coma porque hay gente que no tiene para comer, como si el hecho de seguir comiendo solucionara los problemas de alimentación de los otros. Pero es un método eficaz: muchas veces que he tenido ganas de mandar todo a la mierda se me ocurre pensar en cuánta gente debería estar en mi lugar y no está, cuántos preferirían esto y no laburos de mierda. Se me ocurre pensar que vivo en un país que, con todos sus problemas, todavía intenta dar un espacio de educación pública y gratuita. Pienso en cuántos tipos se levantan a las cinco de la mañana a tomarse un tren hecho mierda para viajar hasta la otra punta del Gran Buenos Aires para laburar y pagar con sus impuestos el banco de la facultad que estoy usando. Se me ocurre pensar, por qué no, en el tipo que labura para organismos internacionales, o en consultoría privada, o que da clases en facultades privadas, donde ganan un sueldo digno, y sin embargo sigue yendo a dar sus clases en la UBA sin micrófonos para aulas enormes, sin ventiladores en verano ni calefactores en invierno (aunque sean los menos, digo, los que van y no llenan sus cátedras de ad-honorem).

Hasta acá parezco una persona honrada, decente, responsable. Despejemos dudas. Tampoco todo es tan poético. También estudio, es verdad, para irme a la mierda de esta ciudad.

Yo no odio a Buenos Aires. Tiene sus cosas malas, es cierto, como todas las ciudades. Me han pasado cosas increíbles en esta ciudad, que no me hubiesen pasado casi en ninguna otra. Acá es donde se me da la posibilidad de estudiar gratis. He conocido gente que de otro modo nunca hubiese visto. Pasé por lugares tan extraños que casi ni recuerdo. Buenos Aires es una gran ciudad, vale la pena conocerla y vivir en ella.

Pero Buenos Aires no es mi ciudad. Soy un inquilino, me siento un inquilino, se que estoy de paso por acá. La mayoría de los que venimos del Interior sabemos que no vamos a terminar acá. Reconocer a alguien del Interior es tan sencillo: nos notamos a la legua. Nos juntamos entre nosotros en todas las facultades, en las fiestas, en los trabajos. Caminando por la calle, es fácil reconocer a alguien del Interior. Por ejemplo, las personas del Interior no pisamos la vereda cuando el portero la está lavando. Eso, en cualquier provincia, es casi una ley natural. Acá, en Buenos Aires, ver a alguien que esquiva una vereda en proceso de limpieza es casi un soplo de aire fresco, el reconocimiento de un compatriota. Ni siquiera sé si mi lugar final es la ciudad que he abandonado: pero sé que se le parece mucho, y sé que Buenos Aires no es el lugar donde voy a vivir eternamente.

Por eso sé que cada texto que leo, que cada autor que entiendo, que cada viaje en el colectivo lleno hasta la facultad, es un paso más cerca de Olavarría. Es obvio el placer de leer, y es muy emocionante entender a un tipo que, hasta ayer, no sabías ni que existía. Pero no hay nada como ir a buscar una nota y descubrir que ya está: que tenés tres meses por delante de vacaciones en tu ciudad. No se compara con saber que la tarde de mañana vas a estar tirado en la casa de uno tomando mate y hablando del Chavo del Ocho, organizando un partido de fútbol 5, caminando hasta la casa de otro que no sabés ni siquiera si está, encontrándote con alguien que no veías hace mucho tiempo. No se compara caminar por mi ciudad reconociendo las calles no por sus nombres sino por lo que pasó en cada una de ellas, doblar en la esquina en la que alguna vez chocaste, o en aquella otra en la que te tomaste tu primera birra.

La anécdota de que Kant no salió nunca de Konigsberg siempre me entusiasma mucho. Nadie se está creyendo Kant acá. Pero entusiasma la idea de que uno puede llegar a hacer algo con su vida -repito, no ser Kant- sin tener que andar yéndose muy lejos. Si uno de los tipos que más hizo con su vida, pensar de una manera increíble, lo hizo desde su ciudad natal, eso nos da esperanza a los que ni siquiera apuntamos tan alto. Kant es una afirmación de pertenencia para los del Interior: casi una reivindicación del federalismo. ¿A que nunca les habían propuesto a Kant como un seguidor de Rosas?


Quién sabe por cuántas cosas más estudio.

Otra cosa que aprendí en estos años es que nadie se pregunta nada sino es porque está hinchado las pelotas de algo y porque quiere cambiar eso que lo perturba. Las mejores teorías, me parece, salen de las cabezas que explotaron frente a algo. Supongo que a Marx le rompería soberanamente las bolas el capitalismo (pavada de reduccionismo) y Nietzche estaría podrido de....demasiadas cosas. Yo, a esta altura del año (y espero que sea del año y no de mi vida), estoy hinchado las pelotas de estudiar, y por eso me pregunto por qué estudio. Cuestión de altura intelectual: un genio hinchado las pelotas escribe "El Capital", y un fulano cualquiera una estupidez como ésta en un blog. Pero alguna de todas esas razones, o todas juntas, me hace sentarme a leer a tipos que se desviven por saber qué es un régimen, y por qué es diferente de un sistema, en vez de irme a Plaza Francia a tirarme panza arriba al sol.

24/9/07

Réquiem para un Buzo

En "Los siete locos", de Roberto Arlt, el protagonista de la novela, Erdosain, contaba que su padre lo golpeaba de una manera muy particular. Cuando iba a golpearlo, no lo hacía directa y espontáneamente, sino que se acercaba a su hijo por las noches y le decía: "mañana te voy a dar la golpiza de tu vida". De esta manera, el frío, calculador y cruel padre de Erdosain no sólo torturaba físicamente a su hijo, sino que lo hacía permanecer toda la noche en vela, a la expectativa de la paliza.

El hecho de haber contado con tres hermanos que tuvieron la desgracia de nacer antes que yo, me ha otorgado en la vida un beneficio que nunca dejaré de agradecer, y es el de contar con una serie modesta, pero suficiente, de prendas de vestir, sin tener que sufrir la tortuosa tarea inhumana de dirigirse a un local de ropa a realizar esa innoble sucesión de la elección, el probado y la adquisición de productos de vestimenta. Mi vida así transcurre feliz entre remeras abandonadas, pantalones secuestrados y una comuna hippie de calzoncillos y medias que se comparten sin preguntas ni reproches. La dinámica del traslado de ropa hacia un hermano menor es relativamente sencilla. En momentos de crecimientos adolescentes, las cosas empiezan a quedar físicamente pequeñas y el proceso de apropiación es simple. Cuando las edades comienzan a emparejarse, la cuestión es algo más psicológica. Las técnicas varían, pero la que más resultado me ha dado en la vida es la de contrabandear una prenda, utilizarla hasta el hartazgo para que ese aprovechamiento la vuelva tu propiedad. Incluso puede hasta jugarse con intentar devolverla: pero ésta devolución será rechazada en tanto la prenda ya ha adquirido nuestro espíritu.

Nada podía ser más perfecto: el trauma de tu vida solucionado por una disposición estructural de la familia que te ha dejado como receptor de las cosas que otros dejan, un cartonero intra-familiar que mantiene su dignidad. Esta condición no me permite ser exigente con la calidad de la ropa. Yo sostengo que jamás lo fui: algún determinista me dirá que las ideas están condicionadas por las disposiciones materiales. Que no me importa la calidad de la ropa porque no puede importarme. Porque otra actitud implicaría que yo deba sufrir el tortuoso camino hacia las tiendas de ropa.

Pero ésta es mi vida, y no está sacada de un cuento donde vivan hadas y todos seamos felices. No puede, de hecho, haber felicidad sin algo de sufrimiento. Es por eso que el Destino ha diseñado una serie de mecanismos dispuestos específicamente para torturarme. Se llaman fiestas, y conmemoran cualquier tipo de eventualidad: desde el nacimiento del hijo de un zapatero que se creyó hijo de dios, allá por el siglo 0, hasta mi propio nacimiento, un poco más acá en el tiempo (y sin la creencia de que mi padre sea el mismísimo). Conozco mucha gente que odia su propio cumpleaños por la confirmación del paso del tiempo, la certeza casi material de que todos los días que pasan, son un día menos. Para mí la llegada del mes de mi cumpleaños es el aviso del padre de Erdosain: 24 días por delante sabiendo que ese día, voy a recibir una golpiza a mi espíritu. Cuando era más pequeño, el hecho del factor sorpresa eliminaba mucho del sufrimiento que yo tengo hacia mi cumpleaños. Si la idea era sorprenderme con un regalo, mi compromiso con él era de abrirlo y que me guste, lo cual son dos tareas sencillas para un niño. Con los años, la sorpresa ha dejado de ser un factor importante: ahora ya se me puede preguntar qué necesito, y mandarme a comprarlo. Eso, para mí, resulta un proceso dramático, que bordea lo patológico y roza lo psiquiátrico. Durante algunos cumpleaños logré convencer a los sujetos regalantes de mi familia de que mi ropero estaba lleno de ropa que ellos no conocían pero que existía, y entonces la plata del regalo iba para cosas que sí necesitaba, como libros, discos y demás. El truco, los últimos años, ha dejado de funcionar. El sector femenino de mi familia, mi abuela, ha decidido los últimos cumpleaños, y a veces en viajes que no conmemoran nada, que de aquí a la eternidad me faltará ropa. Trato de dar una imagen distinta, robando ropa nueva a mis hermanos, simplemente para que mi abuela vea todos esos buzos en la primera fila del bolso y se alegre, dejando de lado el tema de la ropa para empezar a castigarme por la barba, la hora y el estado en el que llego a mi casa en ocasiones. Sin embargo, no he logrado eludir la trampa de cumpleaños y navidades. Luego de abandonar la lucha por regalarme algo que me guste, ya que la ropa moderna insiste en que yo lleve la propaganda de su marca cuando soy yo el que está pagando por el producto, ahora la estrategia consiste en brindarme alguna prenda que, se sabe, yo detesto en especial para sentir la culpa por el gasto y obligarme así a ir hasta la casa de ropa a cambiarla. Es un truco vil y maquiavélicamente diseñado, del que nunca tengo respuestas. Los días que me encuentro idealista, dejo la bolsa sin cambiar un mes, digo que mañana voy, hasta que ellos se rinden y lo cambian por algo. El poder, decía más o menos Foucault, se ejerce en todas las relaciones sociales.

"Lo peor que podés hacerme en la vida es andar como un zaparrastroso", me dijo una vez mi abuela. Tiempo atrás yo le hubiera dicho que sino le parece que hay cosas muchísimo más graves que ser un zaparrastroso. Le hubiese dicho que hay garcas, hijos de puta, asesinos, genocidas, torturadores, televidentes de Luis Majul, traidores, fascistas, votantes de Macri, que se visten bien, y le hubiese preguntado si prefería un nieto garca pero bien vestido. No digo que la experiencia me ha enseñado, pero sí digo que hay discusiones que con el tiempo uno abandona, molinos de viento que más vale esquivar. Ahora por suerte tengo dos domicilios en dos ciudades, y eso me da la posibilidad de inventar grandes roperos, los cuales le describo detalladamente: "sí, el pantalón que me regalaste en navidad, y el otro que me compré con la plata que me diste el viaje anterior, y además tengo ese nuevo que me regaló papá". Así, ambos somos felices: ella creyendo en mí, yo con mi único pantalón puesto.

También hay un proceso inverso a la adquisición de la ropa. Se trata de la desaparición de la misma. Resulta traumático contarlo, sobre todo a pocos días de que, por última vez, he visto al Buzo Rojo (no digo "mi" Buzo Rojo, porque a las cosas que uno quiere no debería considerarlas propiedad, sino seres libres y autónomos). El problema del doble domicilio es que les ofrezco coartadas a los que atentan contra el Buzo, y todo tipo de prendas que suelo usar con insistencia estoica: que lo dejaste allá, que lo dejaste acá. Pronto, en unos seis meses, buscaré un trapo para limpiar algo de mi casa, y encontraré, compungido pero resignado, una pequeña parte del Buzo. Quizás encuentre el pedacito sobre el codo izquierdo que estaba inexplicablemente gastado, fruto de las vivencias que hemos sufrido juntos. Tal vez algún día vea a mi propio can durmiendo sobre el Buzo Rojo, ya deshilachado, propiamente asesinado por manos anónimas, inutilizable. El proceso de desaparición de ropa me genera un nudo en la garganta que me impide seguir el relato sin pensar en el Buzo Rojo y su paradero final.

Estas actitudes violentas hacia mi ropa, impiden el desarrollo natural de la sustitución de prendas. La evolución no debería ser acelerada artificialmente por los seres humanos: eso fue, en definitiva, la lógica absurda del nazismo. Lo que digo es que una prenda comienza por desgastarse un poco, pero todavía sirve para algunas ocasiones. Con los primeros agujeros, cualquiera entiende que, supongamos, esa remera ya está destinada para andar por la casa, ir hasta el kiosco a comprar el diario y jugar al fútbol. De a poco, esas tres actividades la consumen hasta desvirtuar su tarea de cubrir el cuerpo, y la remera comienza a ser abandonada en el fondo del ropero. De los tantos regalos de viejas navidades, realizamos un proceso minucioso de selección para promover nuevas generaciones de remeras al primer plano. Ahora sí, naturalmente, sin la incidencia de manos asesinas, una nueva remera se incorpora al staff de siete u ocho remeras constantes que todo humano posee.

19/9/07

Los extras

Es una teoría que vengo hilvanando hace mucho tiempo, y que me atrevo a escribir porque la he contrastado en la comunidad científica, y con un pibe de la facultad que opina exactamente lo mismo que yo. Eso, para mí, ya la transforma en verdad científica, absoluta e irrefutable.

Hay gente, en esta vida, que está de relleno.

No es una afirmación de soberbia: no estoy diciendo que hay gente que desaprovecha su vida, y que no merece vivir, porque yo mismo desaprovecho mi vida todos los días y, sino merezco vivir, al menos no voy a ser yo quien levante la perdiz. Lo que yo creo es que hay gente que en realidad no está viviendo, que está puesta para ocupar espacios, y que nunca se renueva. No tienen identidad, ni familia, no comen ni se reproducen, no tienen necesidades biológicas. Son extras del mundo, decorados dispuestos por un Director Supremo para hacer nuestras propias vidas más interesantes, o trágicas, o lo que sea.

Hay muchas clases de extras.

Están los ocupantes de colectivos. Cuando uno ve un colectivo abarrotado de gente, lo primero que se pregunta es cómo es posible que, en ese amontamiento de personas, haya alguien en el último asiento, tras toda esa marea humana, que esté realmente sentado. Uno reflexiona, supone que esa gente debe subirse al colectivo incluso antes que el propio colectivero, en las playas de estacionamiento, y pasa todo el día sentada allí. Yo creo que esa gente está diseñada por alguien para estar allí para siempre, en los últimos asientos del colectivo, inermes, incapaces de emitir un sonido, de expresar un sentimiento. Creo que si uno los toca, incluso, podría sentir que son de tergopol, pero deben poseer algún mecanismo, eléctrico quizás, para que nadie pueda acercarse a ellos. Son ocupantes de asientos que generan un odio necesario en todos los que viajan parados, pero también un sentimiento de compañía cuando el colectivo viene más o menos vacío, un remedio pasajero al sentimiento de soledad.

Compañeros de secundario que nunca volvimos a ver, que no sabemos qué ha sido de sus vidas, que el imaginario popular los ubica trabajando en España, o casados y con varios hijos. Es mentira. No existen, no están más, estuvieron puestos ahí para rellenar las aulas de los colegios públicos y luego desaparecieron para siempre. Los compañeros ignotos de secundaria también son extras, y me da terror pensar que me senté junto a ellos sin darme cuenta de nada. Qué ciego, a veces, he sido.

He conocido, en mi corta y larga vida, tres orientales. Un coreano, compañero de primaria, y dos taiwanesas. Al primero, jamás volví a verlo. Cuando me encuentro con compañeros de primaria, les pregunto acerca de su vida. Asustados, ocultando una verdad que se niegan a ver, me dicen que ha vuelto a su Corea natal, que a veces viene. Sudan, mientras me mienten, porque ellos tampoco lo han vuelto a ver. Las dos taiwanesas, se supone, siguen en mi ciudad y hacen comida china. Yo jamás las he visto. Me atrevo a afirmar que los orientales no existen. Que son una clase especial de extras, revolucionaria, que quizás en alguna época se rebelaron contra el sistema de extrismo. De hecho, creo que todos los japoneses que conocemos no son sino extras que han decidido tomar protagonismo en el escenario humano, que han roto las cadenas de la opresión, se han escapado del muro que los contiene y ahora se han afirmado como verdaderas personas.

¿El líder de una revolución de los extras?

También son extras los tipos de la primera fila de cualquier tipo de espectáculo. ¿Por qué nunca conocí a nadie que estuviera en primera fila de algo?. Porque no existen, porque nadie los conoce, pero no nos atrevemos a decirlo.

Hay unos que los detesto y que están destinados a animar fiestas de quince y casamientos. Uno pregunta, en la única recorrida que va desde el baño hasta la mesa, quiénes son esos que están bailando toda la noche, y que incluso incitan a otros a bailar, y nadie sabe quiénes son. Ni los invitados, ni los anfitriones: son extras destinados a fingir alegría eterna. Sirven al Universo para contrastarlo con nosotros, los que no bailamos, los que sufrimos cada fiesta como una tortura. Estos tipos están diseñados hegelianamente para que nosotros nos definamos respecto a ellos: para que nuestra amargura resalte en todas las fiestas.

De lo que no estoy seguro, y mis investigaciones continúan por ello, es acerca de la entidad de estos seres. Algunas corrientes argumentan que son hologramas especiales creados por un Superior, que cuando terminan de cumplir sus funciones, por ejemplo de ocupante de asiento, directamente desaparecen, como si un rayo gamma (no sé qué es un rayo gamma, pero siempre quise decirlo) los fulminara. Todos los días el proceso se reitera: nunca hay un extra igual al del día anterior. Particularmente, me inclino por la idea de que hay barrios ocultos, una selva de monoblocks idénticos uno al otro, donde estos sujetos habitan en una situación de semi-cautiverio. Son una especie de Joseph´s K´s kafkianos, orwellianos en algún punto, vestidos de grises, monótonos, que vienen a la ciudad a cumplir sus rutinarias tareas, exactas todos los días, y vuelven melancólicos y tristes a sus hogares, sin familia, sin perros, sin nada que los motive a seguir. Pero fueron criados en una Escuela Mundial de Extras, donde se les enseñó que esa era su vida, que no tenían libre albedrío, que su misión en el mundo era ser ocupantes de espacios vacíos. Sacrificarán sus existencias en pos de un escenario más interesante para la Humanidad: fueron adoctrinados hasta el hartazgo, y están convencidos del valor altruista de sus existencias. Son máquinas humanas, autómatas de la formación de estructuras para el desempeño del resto de la civilización.

Voy a seguir con mis investigaciones, aunque tengo un poco de miedo. Quizás he descubierto una verdad que altere el sentido del Universo. Tal vez, quién sabe, ahora me secuestre un negro grandote y me ofrezca un par de pastillas: una para ver la verdad, y la otra para olvidarla por siempre y continuar con mi vida normal, viajando parado en los colectivos, olvidando algunos compañeros de secundaria, sentándome lejos de las pistas de baile de las fiestas. No me atrevo a decir cuál elegiría. Creo que para eso lo escribo aquí. Para que si dejo de hablar de este tema, por haber elegido la pastilla del olvido, al menos quede un registro físico de esta teoría, y algún valiente recoja estas palabras para ir hacia la verdad. Tal vez, sin darme cuenta, esté hablando sobre el sentido de la literatura.

"Recuerda: lo único que te ofrezco es la verdad, nada más" (Morfeo, el negro psicópata de Matrix)

16/9/07

Escribí

Primero una hoja en blanco. Sí, para escribir esto primero necesitás una hoja en blanco. No, que no llueva. Todavía, que no llueva. Pero que esté gris, que todo sea gris, que no se asome el sol, que no se haya asomado en todo el día el sol, que haya llovido, sí, pero que vos no lo hayas visto. Que sepas que llovió, nada más, que todavía esté húmeda la calle. Que mires la calle desde un balcón, no demasiado alto, que puedas distinguir los colores de lo que hay en el piso. Una música de fondo, sí, eso sería importante. Podría ser ópera, eso estaría bien, a pesar de que no entiendas de ópera, pero que te haga saber lo triste que es, que te lo diga en un idioma que no entendés. No, la música no debe salir de tu casa, no, debe ser algo más casual, de algún vecino melómano, un director de orquesta frustrado, un profesor de historia, una mujer, sí, que sea una mujer. Que no esté muy alta, la música, que parezca que la estás esuchando vos solo, que por momentos otros ruidos la tapen, que resurja un in crescendo de una voz firme.

Un cigarrillo, tiene que haber un cigarrillo. Que no se consuma demasiado rápido, pero que no sea el centro de la escena. Fumá negando la vida, enfermate más de lo que estabas, tosé cada pitada, escupí pedazos de cosas que no te van a pasar. Que los demás piensen que estás ahí fumando, que te divierta esa idea, que la anotes en un papel y que luego lo pierdas para siempre. Que la migraña se instale en tu cabeza y se niegue a retirarse, que el dolor se haya hecho tan cotidiano que te acostumbres a vivir con él. Que miles de pequeñas agujas se inserten en tu frente y que la tortura sea el estado calamitoso y constante de tu existencia.

Que haya pasado algo triste. Que se te haya oscurecido el alma, que te quedes mirándote al espejo un largo rato, sin preguntarte nada, mirándote nada más. Que ella se haya ido para siempre y que pienses que nunca vas a estar con otra como ella, que alguien cercano ahora te odie, que tu vida no encuentre el rumbo, que todo lo que antes decidías sobre la marcha ahora lo tengas que pensar, y que cada vez que elijas te des cuenta de lo equivocado que estás. Que ese pueda haber sido el final de todo, que te asuste, pero que te asuste de verdad, la idea de que en serio esté por terminar todo. Recorré la casa sin quedarte en ningún lugar, quedándote en todos, odiándolos. Que lo triste no te abandone por un segundo, que sea cada vez más triste, que el olvido parezca más lejano, que el recuerdo te destruya por dentro sin nada que hacer. Que no te entusiasme nada, que lo bello te parezca abominable. Leé una cosa y preguntáte si vos vas a ser capaz de escribir algo como eso, y retorcé tu espíritu, patealo en el piso y humillalo. Contestate que no.

Sufrí la certeza de que eso que tenía un sentido era, en realidad, una sucesión de azares impronosticables. Repetí en tu cabeza muchas veces: azares impronosticables, y deducí que es un oximorón, que un azar es azar por impronosticable. Que la idea te parezca una mierda.
Que no entre un rayo de luz. Persianas bajas y bien cerradas, que se respire un aire putrefacto, estancado, que el aire se aburra a sí mismo. Recordá las mejores cosas de tu vida, y pensá que nunca van a volver a ocurrir. Pensá en lo que extrañás, pensá que lo vas a extrañar para siempre.

Ahora sentáte, y escribí.



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13/9/07

93

Yo me había negado a leer a Cortázar: cuando mi vieja me regaló Rayuela, yo odiaba tanto ese snobismo parisino como el gorilaje superado. Lo tuve en la mesa de luz un año, casi, abajo de biografías del Che, de los primero intentos de leer a Marx, de mis acercamientos tímidos a filosofías que todavía, cinco años después, ni siquiera entiendo bien. Una vez me quedé sin nada para leer y lo empecé a hojear. El capítulo 93 de Cortázar es el pequeño fragmento que me hubiese encantado escribir. Después de eso no pude evitar leer el libro entero, y de él pasar al boom latinoamericano, García Márquez, Bennedetti, Carlos Fuentes, y llegar a Borges (increíble, haber llegado a Borges por Cortázar). El capítulo 93 es el único de casi todos mis libros que tengo marcados por motivos extra-académicos.

"¿Por qué stop? Por miedo de empezar las fabricaciones, son tan fáciles. Sacás una idea de ahí, un sentimiento del otro estante, los atás con ayuda de palabras, perras negras, y resulta que te quiero. Total parcial: te quiero. Total general: te amo. Así viven muchos amigos míos, sin hablar de un tío y dos primos, convencidos del amor-que-sienten-por-sus-esposas. De la palabra a los actos, che; en general sin verba no hay res. Lo que mucha gente llama amar consiste en elegir a una mujer y casarse con ella. La eligen, te lo juro, los he visto. Como si se pudiese elegir en el amor, como si no fuera un rayo que te parte los huesos y te deja estaqueado en la mitad del patio. Vos dirás que la eligen porque-la-aman, yo creo que es al verse. A Beatriz no se la elige, a Julieta no se la elige. Vos no elegís la lluvia que te va a calar hasta los huesos cuando salís de un concierto. Pero estoy solo en mi pieza, caigo en artilugios de escriba, las perras negras se vengan cómo pueden, me mordisquean desde abajo de la mesa. ¿Se dice abajo o debajo? Lo mismo te muerden. ¿Por qué, por qué, pourquoi, why, warum, perchè este horror a las perras negras? Miralas ahí en ese poema de Nashe, convertidas en abejas. Y ahí, en dos versos de Octavio Paz, muslos del sol, recintos del verano (...)"

Rayuela, Cap.93

10/9/07

Condenado

si yo fuera un buen tipo, diría que lo mejor de la vida es el amor la amistad hacer el bien, lo que sea pero no lo soy porque mi felicidad...

mi felicidad viene cuando los que escupen para arriba se dan cuenta de la gravedad mi momento de placer es cuando la tortilla se da vuelta, cuando el que te señaló se da cuenta que no tenía la autoridad moral que juega con tus mismas reglas que es igual de forro de lo que sos vos que lo que ayer te echaba en cara es lo que hoy sostiene como argumento

soy feliz cuando la persona que ayer te traicionó está colgada del abismo pidiéndote que le tiendas la mano, soy feliz ayudándola no por filántropo sino por seguir acumulando el placer de saber que, en las mismas condiciones, yo no soy igual que vos soy feliz sabiendo que vos sabés eso soy feliz sabiendo que eso no te deja dormir que lo pensás que te das cuenta del error y que ya no hay vuelta atrás

soy feliz sabiendo que no hay vuelta atrás

la venganza no es un plato que se come frío la venganza no se come la venganza es un plato que se mira, y se deja pasar y no por el valor ascético de la bondad o la renuncia, sino por el dulce gusto de saber que yo pude comérmelo y sin embargo lo dejo sin tocarlo yo renuncio a vengarme porque ni siquiera vale la pena porque caíste tan bajo que desde un púlpito de supuesta moralidad me señalabas me juzgabas nos juzgabas a nosotros la humanidad entera

si yo hubiera estado en esa plaza, a vos mussolini ni te ahorco te miro con desdén me cago de risa en tu cara te pregunto por qué lo hiciste y ni te dejo contestar me sigo riendo

por estas cosas vale la pena vivir aunque mi felicidad maldita me condene al infierno yo prefiero una eternidad ardiendo si puedo rememorar este momento...te juro que se lo cuento al diablo en persona y hasta el tipo va a ser un poco más feliz le voy a decir al diablo que la vida tiene sentido sabe diablo tiene sentido para ver pasar los cadáveres de tus enemigos señor diablo usted no querría ver pasar el cadáver de dios acaso señor diablo y el tipo me va a decir que tengo razón

soy feliz revolcándome en esa miseria vivo el odio como una fiesta una orgía de risas irónicas un banquete de pequeñas humillaciones

el problema es subirse al caballo de la autoridad moral el problema es perder las riendas el problema es que te creíste que las tenías el problema es que el caballo fue para el lado equivocado y el problema es que yo estaba en ese establo mirando como te desnucabas

4/9/07

Crónicas rusas

Rusia es, dijo Churchill, una adivinanza, envuelta en un misterio, dentro de un enigma. Si yo pudiera elegir otra vida, después de ésta, probablemente elegiría ser ruso. No sé por qué. No tengo parientes ni descendencia que yo sepa. Me gusta el vodka -sin porquerías energizantes con gusto a remedio-, Dostoiesvky y el ajedrez como a cualquier otra persona normal: un poco, de vez en cuando. Prefiero el frío al calor, lo cual no será un problema en mi próxima vida rusa. Estas crónicas-reflexiones-limadurasdedomingoalatarde me vienen por sueños, esos trailers de mi próxima vida.

EL EMPLEADO DEL MES

Siempre caí en el facilismo de pensar que Stajanov era la versión estalinista de Superman. No sé si lo escuché por ahí, o fue una reflexión mía tan sesuda, propia de las que me ocurren en la tercera hora de cursada de alguna materia. Dicen los que saben de historietas, esto lo oí al pasar pues desconozco de todo tipo de superhéroes, que Superman fue una creación en respuesta a la Gran Depresión del `29, una forma de decirle a los norteamericanos lo grandiosos que eran, o que todavía podían llegar a ser. Alexei Stajanov era un obrero de minería producto de la emigración de los campesinos a la ciudad, luego de la colectivización forzada que impuso el estalinismo. La historia suele estar más o menos contada de forma romántica de acuerdo a las pretensiones del relator, pero incluso propagandistas anti-comunistas coinciden en que el ascenso de Stajanov fue producto de una hazaña en el mundo laboral. Se dice que Stajanov logró extraer 14 veces el estándar de recolección de carbón. Eran momentos difíciles para la URSS, el atraso tecnológico y económico auguraba para el estalinisimo una debilidad frente a Occidente, y las únicas formas de aumentar la productividad venían por parte de la variable mano de obra. Así empezaron las grandes ríadas de arrestos estalinistas, como forma de conseguir trabajo semi-esclavo. Así, también, comenzaron los incentivos morales para los trabajadores que aumentaran su productividad en las mismas horas de trabajo. Así, de hecho, ganó su fama Alexei Stajanov. Luego Stajanov se convirtió en un símbolo de lo que el trabajador debía ser: un enfermo alienado capaz de extraer 102 toneladas de carbón en una jornada que permitía 10. Era, para los buscadores de similitudes entre leninismo y estalinismo, la antítesis absoluta de lo que proponía Lenin: el trabajador comprometido ideológicamente, que ponía empeño, es cierto, pero que no dejaba su vida en una mina, sino que guardaba energías para la discusión política post-jornada. Stajanov fue paseado por toda la Unión Soviética como un modelo a seguir. Ingresó al partido y nunca más volvió a las minas: fue director de algunas fábricas, y funcionario del Ministerio de Industrias Carboníferas. Era la versión soviética del self made man occidental, el hombre que se hace desde abajo, el cadete de Enron que se hace millonario y luego quiebra su empresa, el universitario que diseña Windows en el garage de casa, o hasta el ferretero de Banfield que termina de Presidente de la AFA. En 1975 ya nadie paseaba a Stajanov en andas, y el obrero estrella ingresó a un hospital enfermo de delirius tremens.



Con su cajita feliz, un muñequito de Stajanov



SI TU VIEJO ES ZAPATERO...

La Historia no entra en el formato de diario ni el de televisión. Es demasiado grande. Por eso se explica con libros, documentos, testimonios. No se puede hacer caber la Historia en lugares que no fueron hechos para contarla. Por eso fracasan todos estos intentos: desde la historia masticada de Pigna&Pergolini hasta las constantes referencias reduccionistas de, por ejemplo, el diario argento-conservador La Nación. Lo que crece es una tendencia a contar la historia desde sus personajes, y peor aún, desde las condiciones psicológicas de los personajes. No entremos en el debate de la cientificidad de la psicología, pero al menos digamos que toda la Historia, incluso una gran parte de ella, no se explica por los sucesos personales de sus protagonistas.

Hace tiempo, por ejemplo, escuché o leí, vaya a saber dónde, que Pancho Villa descubrió a un oficial del Ejército violando a su hermana, que lo mató, y que el odio, el deseo de venganza del caudillo mexicano, lo convirtió en lo que fue. La explicación psicológica de la Revolución Mexicana, un proceso un tanto complejo para cualquiera que intente entender uno de los países que tuvo una seguidilla de presidentes asesinados por la época, debería llevar un poco más de tiempo. Pero el reduccionismo se contenta con que a la hermana de Pancho Villa la violaron. Buenas noticias para los futuros estudiantes: los manuales vendrán cada vez más pequeños y sencillos, plagados de biografías y señas particulares de los personajes. El sistema no existe, existen tipos que hacen cosas a su libre albedrío. Ya lo dice el viejo refrán que acabo de inventar: "todo aquél que sufre asesinatos familiares comienza una revolución, o continúa una ya hecha...". Como Blumberg...por ejemplo (me tiró el refrán a la mierda).

El diario El Mundo publicó en el 2004 una comparación de Stalin y Saddam Hussein. En formato de columna de opinión, mezclada con crónica periodística, más un poco de ensayo político-histórico, el menjunge de estilos resulta payasesco. Lo peor no es eso: lo peor es el tipo de comparación acerca de la vida personal de ambos actores políticos que, parece, han determinado la historia rusa tanto como la soviética:

"Los paralelismos son enormes: Gori, el lugar de nacimiento del georgiano Stalin, y Tikrit, la localidad natal del Sadam, están separadas por apenas 800 kilómetros de distancia. Ambos fueron educados por unas madres enormemente ambiciosas, maltratados por unos padres ineptos, imbuidos de delirios de grandeza por sus respectivos protectores que hicieron de padres con ellos (...) Estos tiranos son actores consumados. Stalin, hijo de un zapatero de Georgia, se reinventó como el típico padrecito zarista: distante y severo, pero bueno de corazón"


¡Pero qué boludos! Miles de hojas gastadas en explicar el estalinismo, doscientas mil investigaciones sobre tipologías de totalitarismos, discusiones eternas que no conducían a nada. Pero si la solución era tan sencilla: el papá de Stalin era un zapatero distante, severo pero de buen corazón...¡como hizo Stalin después cuando masacró al pueblo ruso!

No podía faltar, antes del genocidio estalinista, tenía que venir la revolución bolche. Lenin fue, en términos puramente estrátegicos, la cabeza política más grande que tuvo el siglo XX . Era el tipo que tenía a Rusia en la cabeza todo el tiempo, el panorama político de la época en mente cada vez que hablaba, escribía o hacía algo. En este punto, hasta llego a compartir que hay personas que pueden cambiar la Historia. Pero, incluso, si Lenin hubiese nacido en África meridional, tampoco hubiera sido quien fue. A su vez, la revolución rusa no hubiese tomado el camino que tomó sin la voluntad convencida de Lenin de que el traspaso al socialismo era posible sin una transición más larga por el capitalismo. Hubiese sido, quien sabe, otra de las revoluciones liberales. A pesar de las concesiones al conductismo, a la explicación de los sucesos por la voluntad de sus actores, la historieta no termina ahí. Todavía queda la posibilidad de seguir reduciendo más la Historia, como intentan los amigos de La Nación:

"la orden directa (de fusilarlos) la dio el fundador de la Unión Soviética, Vladimir Ilich Lenin, que había intentado acabar con el zar en 1903 para vengar la muerte de su hermano, Alexander Ulianov, ahorcado después de atentar en 1887 contra Alejandro III, padre de Nicolás II"


Pero claro, qué ciegos hemos sido. La carrera política de Lenin, la disputa con los mencheviques, la instalación de los soviets, el comunismo de guerra, el traspaso a la NEP, la sucesión al estalinismo, todo, absolutamente todo, se explica...porque el Zar Alejandro III ejecutó al hermano de Lenin tras un intento de magnicidio. Entonces, Lenin no intenta acabar con el zarismo porque comprende que las fuerzas de la Historia se encaminan hacia el socialismo, que el feudalismo es una forma atrasada de producción que debe caer inevitablemente, sino para vengar la muerte de su hermano. Usted me dirá, pero entonces por qué Lenin debatió en cuanto congreso existió, por qué publicó un diario de difusión de doctrina, o por qué tomó las riendas del gobierno soviético, si total ya había derrocado y asesinado a la dinastía Romanov. Buena pregunta. Si yo fuera reduccionista o redactor de La Nación, que es casi lo mismo, le diría que todo fue un plan orquestado, un maquiavélico Conde de Montecristo moderno, que utiliza el espacio político para una venganza personal. Como novela, la trama es apasionante. Como explicación de la Historia, un chiquitaje infantil.

LA NIEVE DEL DÍA 11

La melancolía actual de saber que, probablemente, no viviremos una revolución. La nostalgia, extraña pues hablamos de sucesos que ni siquiera hemos vivido, de los cuales tenemos recuerdos compartidos pero no experimentados, de afirmar y reafirmar cotidianamente que hay algo que no nos va a ocurrir. Algo, además de la inmortalidad. Los límites de la contigencia. La necesariedad negativa.
Todo ser humano, sólo por haber nacido, debería ser acreedor del derecho a vivir una revolución. Cualquiera sea ella, una revolución con minúscula, sin adjetivos geográficos. Todos deberíamos poder sentir una revolución: ser testigos del momento en que todo un conjunto de personas decide que no sigue jugando con esas reglas. Un millar de humanidades, una tras otra, que camina hacia un lugar que no sabe cuál es, y por el cual, sin embargo, se entusiasma como nunca lo hizo antes. Caprichosamente, decide que la partida quedó trunca, que se arranca de nuevo, pero que ahora quien elige las reglas, las condiciones y el tablero, son todas esas personas que caminan hacia la Historia.



La película "Los 10 días que conmovieron al mundo" es un documental sobre la Revolución Rusa, de la BBC (cuyo título es un homenaje al libro del periodista John Reed). Que sea de la BBC, podría querer decir propaganda anti-comunista. Y, sin embargo, es un recorrido increíble por lo que fue el caldo de cultivo de la revolución. Hace algo que la propaganda en contra de la URSS nunca podría haber hecho: hablar del contexto previo. Pero a lo que voy es a una frase, que me la tatuaría en el pecho si no le tuviera miedo a las agujas: "la nieve del día once cubrió a todos por igual". Es tan cierto: es increíble cuando cualquier manifestación artística encuentra las palabras exactas de lo que vos estás pensando sin poder hilvanar la idea con tanta claridad. En Rusia, vaso de vodka por la noticia, había nevado muchísimas veces antes de octubre del `17. Cualquier nevada, se sabe, es igual a la otra. Pero esta no lo era. Porque todas las veces anteriores que nevó en Rusia, nevó para los desposeídos de una manera y para la aristocracia zarista de otra. Para un noble la nieve era motivo de alegría, tal vez de románticos arrumacos contra su amada, o inspiración para un poema estúpido acerca de las semejanzas entre los copos de nieve y los cálidos rizos de su amante. Para los pobres, la nieve significaba perder la cosecha y, con ella, la vida. Ese día, el 18 de octubre de 1917, la nieve cayó igual para todos: porque, ese día, nadie fue el zar, nadie la aristocracia, nadie el desposeído. Al menos ese día. Después, obviamente, la discusión sobre el desarrollo del proceso revolucionario es otra: yo hablo del día, del momento de ebullición, del instante en que todo explota, en que unos se miran a otros sabiendo que están construyendo la historia. Hablo de las revoluciones, incluso, contra otras revoluciones que se estancaron, hablo de la Primavera de Praga, de Hungría, del mayo francés, de la primavera camporista para venir más cerca. Hay momentos de la Historia que todos merecemos vivir. Pero hay, también, determinismos que nos intentan convencer que nunca va a ocurrir nuevamente. Hay un pesimismo de la constancia que cala hondo en todos nosotros. Como el frío ruso.