Cuento N° 27 de "El amor en tiempos del kirchnerismo".
Los dos robles
Mientras escribo esta frase, a dieciséis kilómetros de la capital del partido de Olavarría, hay un árbol.
Un roble.
El roble está en una pequeña elevación, imperceptible desde la ruta que atraviesa Sierra Chica, y divide las unidades carcelarias del resto de la localidad. Es un árbol muy ancho, que deja mostrar sus raíces avanzando sobre la tierra, de una textura especialmente áspera y, mientras escribo esta frase, de muy pocas hojas a pesar de sus tres anchas ramas principales y sus numerosas ramificaciones más pequeñas. Es un roble que está, técnicamente, seco, casi sin vida. Si alguna vez perteneció a un robledal, hoy se yergue en soledad sobre un paño de pasto seco, amarillento, y llegar hasta él, sino es con la mirada, es una tarea ciclópea, plagada de obstáculos burocráticos.
Alguna vez, su acceso fue más sencilllo, como cuando el indio Lincoln, un tehuelche de esa zona, tomó una siesta vespertina bajo su sombra. Era 1882 y Lincoln descubrió el árbol luego de una cabalgata que lo alejó unos kilómetros de su tribu. Desensilló y encontró allí un refugio de alguna tormenta que pudo haberse avecinado. El indio se maravilla ante el olor de la copa frondosa del árbol, que despide por una combinación de viento y las primeras gotas de lluvia. Entonces lo arremete un cansancio puro y cede a la tentación. Sueña con algunas divinidades mientras el roble lo cobija del agua, y se despierta bruscamente cuando siente un ardor en el abdomen que nunca había experimentado. Intenta tomarse el vientre pero en el camino su mano roza una pesada madera con una punta de metal que se le ha incrustado en el cuerpo. Es una lanza que le dará muerte inmediata y, tras ella, una invasión de indios araucanos que, desde Chile, arremeten contra la pequeña comunidad tehuelche. El resultado no es una masacre absoluta, pero el roble puede atestiguar el dominio que los araucanos impusieron vía el mestizaje, hasta desaparecer apellidos como Lincoln, en favor de los caciques Catriel, Cachul o Calfucurá.
El roble permanece tan inalterable como frondoso en lo que para esa época se denomina todavía Sierras del Cayrú. Los nuevos indios expanden su territorio hasta chocar con el principio del dominio blanco, y las chispas de la civilización entran en contacto con la barbarie. El primer fuego arrecia cuando los pobladores de la zona se retiran por los saqueos y los malones. El Coronel Mitre, ministro de Guerra, moviliza la División de Operaciones del Sur hacia Azul, y planea junto al Coronel Laureano Díaz, un doble ataque sobre el cacique Catriel y el cacique Cachul. Bajo el roble, ajenos a estas conspiraciones bélicas, algunos indios practican un deporte extraño, mientras el resto emprende una cacería. El 29 de mayo de 1855, un día después, las tropas de Mitre avanzan sobre las tolderías, pero los baqueanos del Ejército confunden la ubicación. Sobre una de las tres ramas del roble, un indio que hace las veces de vigía observa en el horizonte que la caballería del hombre blanco se dirige en forma paralela hacia otro objetivo, y avisa de todas maneras al cacique Catriel, quien rápidamente organiza una patrulla de asalto y convoca a los caciques Cachul y Calfucurá. Los tres caciques se citan en las inmediaciones del roble resuelven sorprender desde la retaguardia al Ejército del hombre blanco. Operación que, con éxito, termina con toda la caballería y provoca su retirada, en silencio, a las tierras de la actual ciudad de Azul.
Cerca del roble, los indios entierran algunos de los dieciséis muertos del hombre blanco, y curan a sus propios heridos. Catriel, rezagado por haberse quedado hasta el final de la lucha, apura su marcha cuando observa la situación, se apea del caballo y profiere unos insultos a los indios que obraban de funebreros. Habla a su tribu de la majestuosidad de ese árbol, de su carácter divino y de la influencia del roble sobre los hechos que acontecen a su alrededor. Rompiendo en llanto mientras desentierra los cadáveres, reza a todos los dioses que las raíces del roble no hayan absorbido la sangre de los muertos. Cuando llega a los cadáveres y observa que, a pesar de haber sido enterrados hace minutos, se encuentran consumidos como si miles de años se hubiesen sucedido, Catriel se sienta bajo el roble, la mirada perdida en el horizonte, y dice: “es inútil”.
Con el establecimiento del fuerte en el Nuevo Tapalque, sobre el que se fundará años después la ciudad de Olavarría, el hombre blanco fue ganando territorio sobre las tolderías de los indios hasta casi terminar con un Catriel que, desde aquél día, casi no ofreció resistencias. Catriel supo que era inútil cualquier resistencia, y cuenta la leyenda que en sus últimos años, llamó a ese roble “El árbol del Orden”. Un árbol, decía el cacique, que sería testigo cada determinado período de tiempo, de un desafío hacia el Estado que terminaría, inevitablemente, en una masacre.
El árbol se muestra, a la muerte de Catriel, cada vez más colorido, como si el paso de los años, en vez de avejentarlo, lo rejuveneciera, y esa afabilidad enterró por años la leyenda. Si la maldición se desperdiga por la tierra, en cambio parece nutrir al propio roble, cuya frondosidad atrae a los primeros inmigrantes italianos que se constituyen a su alrededor, y forman la localidad de Sierra Chica. La penitenciaría, construida hacia 1881, agrega nuevos pabellones en 1907, y entonces, como una condena terrenal, el roble queda inserto en sus instalaciones. Pero ese encierro que detiene a los hombres, para nada modifica los poderes divinos del árbol. El roble es testigo de 141 años de historia de un pueblo, hasta que un día, advierte un guardiacárcel, se muestra especialmente verde. Como barnizado con algún químico especial, como si sus hojas pudieran brillar aún siendo de día. El guardiacárcel se distrae un instante, contempla el árbol y lo advierte casi como un llamado. Abandona su puesto para observarlo mejor, quizás para tocarlo. El hombre recuerda que es, además, una fiesta santa, la víspera de las Pascuas, y se sabe elegido para presenciar un milagro. En ese árbol, cree, habita Jesús o alguna divinidad y él, un guardiacárcel, está próximo a ser un nuevo elegido.
Es una cálida tarde de un 30 de marzo de 1996, cuando el guardiacárcel acerca su mano hacia el árbol, en un final casi apoteótico, y apenas al entrar en contacto con el roble, escucha un estruendo propiamente infernal, unos gritos, el sonido de una sirena, y todo lo siente parte de ese trance por el que está pasando. El roble que se vuelve más brillante, el sonido ensordecedor de la sirena, sus ojos cerrados y una sensación extraña que le recorre el cuerpo. Siente una lanza en el abdomen, una visión de una caballería perdida a la que unos indios le dan muerte, se toma la cabeza al escuchar el grito del cacique, y puede sentir cómo al árbol absorbió la sangre de los muertos. Una descarga, que parece eléctrica pero es más fuerte, lo aleja del árbol, lo devuelve a una realidad que es, tal vez, igual de infernal. Son internos corriendo desesperados hacia el pabellón, un intento de fuga, la balacera y los primeros caídos. Y el resto, los que no intentaron escapar, comienzan a encender fogatas improvisadas en los pabellones, y clausuran las puertas. Algunos guardiacárceles son tomados de rehenes, y las sirenas se escuchan cada vez más cerca. El guardiacárcel se aleja del roble cuyo verde brillante desentona en el panorama oscuro que se avecina. Hay gritos desgarradores desde adentro que el guardiacárcel no va a olvidar jamás, y la orden de comenzar a disparar al aire. Los detenidos que intentaron la fuga son reducidos, pero entonces la situación se termina de desbordar adentro, cuando más de mil presos se solidarizan y toman bajo su control la unidad carcelaria. A metros del roble, nace el motín más sangriento de la historia carcelaria argentina, comandado por “Los doce apóstoles”. Durante el motín, el humo que salió en reiteradas oportunidades de las panaderías de la unidad carcelaria, extrañamente rozó, con ayuda del viento, las ramas del roble.
Ocho kilómetros al sur de Weimar, en una montaña llamada Ettersberg, hay otro roble. Bajo su sombra, hacia finales del siglo XVIII, Goethe escribió la “Noche de Walpurgis”, del Fausto. La Noche de Walpurgis es tal vez una tradición vikinga, que Mefistófeles obligó a Fausto a presenciar, donde se prenden hogueras en honor a Belenos, dios del fuego. Los cristianos la resignificaron hasta convertirla en una fiesta pagana de adoración a Satanás.
Ese roble, que pudo haber sido visitado también por Schiller, Herder, Schelling, Fichte y Hufeland, quedó encerrado, como aquél otro. Sólo que ahora, en 1934, dentro del campo de concentración nazi de Buchenwald: fue, por cierto, el único árbol que no se taló para la construcción del campo. Solitario, sus ramas quedaron mirando desde arriba la lavandería y el campo de instrucción. El roble fue utilizado, además, para torturas por ahorcamiento. Los perros rascaron su corteza tratando de acceder a las víctimas que de allí se colgaron. Hacia 1942, el roble de Goethe dejó de crear ramas y hojas, y el verano siguiente no reverdeció. A pesar de todo, siguió en pie hasta 1944, cuando un bombardeo norteamericano dio en la lavandería. El roble ardió una noche entera hasta convertirse en un mar de pequeñas astillas.
Separados por un océano de distancia, hay dos árboles que pagan la condena de absorber la savia de las tragedias. Ambos son causa y consecuencia de la oscuridad de su tierra. Uno y el otro pueden ser el mismo árbol, mas nada lo prueba. Decirlo no es faltar a la verdad, pero es, al menos, el refugio cobarde de la comodidad. Reunir las tragedias bajo el paraguas de una misma lógica no es un ejercicio de la razón, sino un subterfugio. Necesario, tal vez, para soportar el carácter azaroso de la tragedia humana.
La misma que encierra un roble y otro, a metros de la barbarie.
2 comentarios:
Extraordinario texto, conmovedor...
Es muy lindo lo que escribís!
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