Cuento N° 26 de "El amor en tiempos del kirchnerismo"
Espejos del silencio
Qué se yo, antes no era así. ¿Quién es este gil de los aritos, y qué carajo le importa lo que voy a hacer con vos? Problema mío, y quizás tuyo. Pero él no, él no tiene por qué saber. Antes no era así, antes venías vos, me saludabas, sabías mi nombre, no te lo daban anotado en ningún papelito. Antes yo me sentaba a esperar, como cualquier otro, pero vos sabías que yo tenía prioridad. ¿Y esa música que ponen ahora?, ¿qué carajo es? Ni el instrumento entiendo, un ruido a empastillado cayéndose contra una plancha de acero. Sí, ya lo ví, sacaron la tele. ¿Qué pasa, era muy moderno para lo que son ahora? Sí, veo los muebles, hay algunos que no entiendo ni para qué sirven, si ni sentarse puede uno ahí. Las cosas eran distintas, antes. Ah, te desocupaste. ¿Y esa frialdad?, ¿ese desdén con el que me envolvés con una toalla? Pensar que antes...a veces solamente hablábamos, ¿te acordás?, ni tu trabajo hacías, y yo te pagaba igual, a veces, sólo por charlar, fingíamos que lo habías hecho. Cuando no había esta musiquita de mierda. Capaz era por eso, capaz hablábamos porque no estaba esa musiquita, porque había un televisor hecho mierda, y hablábamos de lo que pasaba ahí. Tu profesión nació, también, para hablar. Después dicen que con la televisión la gente se comunica menos. ¿Viste esa gente que responsabiliza un electrodoméstico por su incapacidad para decir algo interesante? Bueno, eso. Me gustaría poder decírtelo, ahora, como antes, cuando esbozábamos juntos grandes teorías. Como la de tu oficio, lo raro que es. Porque todos podríamos hacerlo, en verdad, por nosotros mismos, con una mano amiga. Pero elegimos venir, pagarte, porque tu oficio es más que un oficio, es una circunstancia, unos contextos, unas costumbres. Pero no te lo digo, ni te reís de la idea que se me ocurrió. Si esto se volvió una cosa mecánica, comercial. Voy, me siento, hacés lo tuyo, te pago. Ah, ni siquiera, perdón: ya no te pago a vos. Porque ahora cambiaste, ahora no tocás plata, ahora tenés demasiado nivel. Sí, le pago al forrito del arito que está en la caja.
Cambiaste. Sí, este lugar te cambió, aceptalo. Vos seguí, que yo trato de buscarte con la mirada. Ahí te ví, me miraste. Entonces por qué no me hablás, decime algo. Como antes. Dame, aunque sea, la oportunidad de decirte que no, que no tengo ganas de hablar. Ahí me hablaste. ¿Para eso?, ¿para preguntarme qué me tenés que hacer? Yo no voy al médico, no voy a un profesional, para decirme qué me tiene que hacer. Él sabe. Vos lo sabés, pero querés seguir revolviendo el puñal. Como si no supieras, como si fuera la primera vez. El espejo, ese espejo. Las veces que te miré, por ese espejo. Tardes enteras hablamos por ese espejo. Era la única forma, por la posición. Porque queríamos incorporar gestos, y entonces el espejo nos ayudaba. Y ahora, el espejo es el testigo de estos silencios. Aunque todavía, sin saberlo, me ayude. A buscarte, a que me hables, a interpelarte. ¿Y por qué no te hablo yo?, quizás te preguntes. Por orgullo, porque las cosas nunca fueron así, porque no me voy a rebajar. Porque voy a seguir viniendo, una y otra vez, y no quiero ser cada vez, más, un esclavo. Porque te necesito. Porque puedo pasar un mes sin verte. Si pude. Pude cuando pasé por afuera y ví en lo que habían convertido este lugar. Entonces me fui a buscar a otro, espantado con lo que le hacían acá a la gente. Porque yo entiendo, soy muy amplio, cada cual hace lo que quiera. Pero lo que vi, donde vos trabajás, no. Y sin embargo, allá no era igual. En el otro lugar al que fui, faltabas vos.
Y yo te puedo dejar de ver un mes. Hasta dos. Pero al tercero, cómo decirlo. Molesta. Esa es la sensación, como de incomodidad. Como si tuviera algo que me pesara, que me tapara los ojos cuando camino. Algo que me recuerda todo el tiempo, cuando me levanto y cuando me duermo, cuando como, cuando corro, que te tengo que ver. Y es un piedra en un zapato excesivamente cotidiano. Y sucumbo todas las veces. A entrar, a que el forro del arito me pregunte qué voy a hacer, a buscarte con la mirada, a que me trates como a uno más, a que no me hables. Sucumbo todas las veces a tu silencio, a la resignación de concentrarme en el espejo, a sentir que ese cartelito “abone en caja, no comprometa al personal” me desgarra por dentro, a que me saques la toalla y me sacudas sin un guiño, una mirada. Sin interpelarme, nunca. Cuánto charlábamos, antes. Qué cómodos eran, también, los silencios, cuando la televisión no decía nada y nosotros no teníamos nada para agregar, entonces. Cuando yo te explicaba cosas, cuando me preguntabas de mi trabajo, cuando te enojabas por alguna cosa que a mí me gustaba decir, para provocarte.
En qué te convirtió este lugar. Si ahora siento que me sostenés la cabeza, en esa posición, para que no mire a los costados. Como si el espejo, más cómplice mío que tuyo, no me hubiese reflejado, ya, que querés hacer pasar a otro, ese invasor. Y abrís la boca de nuevo, y todavía tengo la esperanza de que todo, con una palabra, con un gesto, vuelva a ser como antes. Pero entonces me preguntás que si ya está, que si así está bien, y una parte de mí se muere del todo. Y la última daga de la traición se me introduce en la piel, la metáfora justa para tu oficio, cuando escucho lo que él te pide que le hagas. Justo a vos, con tu pacatería, tu tradicionalismo conservador para realizar tu trabajo.
Qué se yo. Antes no era así.
Estas peluquerías modernas son raras.
1 comentario:
por casualidad este no es el 26? porque el 25 fue Alvaro
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