Nunca va a escribir una novela. Nunca. Aunque le digan que no lo diga nunca. A eso, a nunca.
La impaciencia, madre de todos sus otros defectos, le impide escribir algo que vaya más allá de unas reflexiones pasajeras, momentáneas. Nunca mirar más allá, siempre el día a día. El cortoplacismo es el hijo bobo de la impaciencia.
(Acá alguno va a decir que estoy hablando de kirchnerismo, y que el kirchnerismo es cortoplacista, porque es impaciente. No. No estoy hablando de política, y tampoco haciendo una analogía. La analogía entre los valores, las actitudes, las percepciones, en fin, las analogías entre las cuestiones privadas y la política son horrendas y, peor, falsas. Todos sabemos que en la vida privada está bien ser humilde, por las dudas, pensar siempre que uno puede llegar a ser un pelotudo, y boxear el autoestima de vez en cuando es, más que una patología, un acto de autopreservación absolutamente necesario. En política no, eso no funciona, en política hay que creérsela todo el tiempo, siempre, así funciona. La soberbia funciona para la política, la soberbia es política. Luchar causas perdidas, ser un solitario a veces, morir con las botas puestas, ser honesto hasta que duela, tratar a los demás como deseáis ser tratado: todo eso, dejémoslo para la vida privada. Política se hace de otra forma).
La impaciencia, decía, la impaciencia es incapaz de suspender la vida de un personaje para darle rienda suelta a otro, la impaciencia, el sentimiento de urgencia, no permite juzgar, jerarquizar mejor dicho, sostener prioridades. Para quien es impaciente todo es tan importante que nada lo es.
Nunca va a poder escribir historias largas.
Nunca va a poder escribir esa novela sobre los 60 locos que se escaparon de un psiquiátrico durante el Caracazo. No va a poder titularla: 60 locos, y no va a poder figurar en la solapa que el autor refleja el estallido de la Venezuela del Punto Fijo a través del relato reconstruído del escape de los 60 locos del Hospicio de Catia el día del Caracazo.
No va a escribir esa novela que intente parodiar el Ulises de Joyce utilizando, en vez de esa cantidad de palabras, laberintos, acontecimientos para relatar un día de un sujeto cualquiera, un libro entero para explicar un momento. La nada misma, el libro va a ser la explicación de un simple momento, si tuviera paciencia, claro está. Y claro está que no la tiene. No la tiene para escribir un mamotreto de 500 páginas describiendo solamente un momento: cualquiera, en lo posible, nada especial. No debe tener nada de poético, no. Debería ser el relato de una mujer llenando un vaso con agua. El escritor hombre, la protagonista mujer: eso ya daría que hablar y la idea era lo contrario. El mamotreto de 500 páginas relatando simplemente un momento debería ser la descripción fina y detallada de una acción rutinaria. La apertura de los ojos en la mañana de un sodero. Podría ser, aunque querría evitar las consideraciones filosóficas, las analogías con la dinámica de expresión de una flor con la salida del sol, quisiera también no tener que sostener una postura filosófica acerca del recupero constante de la memoria todas las mañanas. Decidiría el momento que quisiera describir en 500 páginas más adelante. Lo importante era, se decía, el concepto. Ese concepto que va a ser perdido por la impaciencia de no poder más que describirlo brevemente y, jamás, desarrollarlo.
Qué pena que jamás podrá escribir esa novela sobre el tipo que descubre por casualidad la máquina del tiempo y, claro, atento a los clisés sobre la necesidad de evitar los grandes males de la Humanidad, decide viajar a la República de Weimar y vociferar a los cuatro vientos que el incendio del Reichstag era una simple provocación de los nazis, que ojo, que tengan cuidado con esos tipos. Y se para sobre un banco de plaza de Berlin de fines de los `20 y lanza un discurso encendido sobre la necesidad de tolerarse, que la salida de esa situación trágica no venía del lado del nazismo, del odio y el rencor, que la desesperación no debía llevarlos a soluciones extremistas. Los alemanes que se juntan a su alrededor se miran, algunos ríen de nervios y otros de lo gracioso que les parece un tipo con unos atuendos absolutamente extraños y un idioma inteligible parado arriba de un banco. La mayoría sigue de largo, algunos empujan carretillas con papel moneda. Pocas veces se le ocurren novelas con el final incluído: esta vez sí. El hombre que viajó en el tiempo, y cuya máquina transportadora ha quedado hecha añicos luego de haber estacionado, justamente, en el Reichstag mientras este era incendiado por los nazis, empieza hacia el final del libro a abandonar su tarea filantrópica de alertar a sus hermanos alemanes que no comprenden su idioma y, cuando lo hacen, se ríen de sus profecías. El hombre se inclina por el alcohol, por la angustia de no poder hacer nada contra el torrente histórico que se le viene encima. Entonces decide aceptar su destino y, finalmente, convertirse en un jerarca nazi.
Sabe, también, que jamás inundará páginas de tinta con la historia de aquél muchacho que ya de adolescente pintaba para ser un gran filósofo, puesto que conocía a la perfección las diversas corrientes del pensamiento clásico, sostenía silogismos novedosos acerca de la ausencia del Ser y se dedicaba a conversar con Heidegger y Hegel como si ambos estuvieran presentes en lo que, en verdad, era un monólogo presenciado por sus acólitos. No, jamás se redactaría la historia de ese joven que, un día cansado de sus interminables charlas sobre el Dasein heideggeriano, decidió prender el televisor y comenzó vorazmente a consumir todo tipo de programa que por allí se emitía. No, nadie podrá leer las andanzas del filósofo que dejó de leer a Platón porque encontró mayor satisfacción en mirar los programas de la tarde legítimamente.
No. La impaciencia no hace buenos novelistas. La impaciencia engendra bloggers.
28/2/09
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1 comentario:
"todavia no hay comentarios..."
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