26/2/10

El hombre que está solo y se aburre

Cuento número 12 de "El amor en tiempos del kirchnerismo". Hoy: El hombre que está solo y se aburre".



(A mi amigo Manuel).

El hombre que está solo y se aburre.

"Creer
He allí
toda la magia
de la vida.
Qué pelotudez:
traeme un balance".

N.K. Anotaciones a "El hombre que está solo y espera".


Allí estaba, hermoso, pacífico y exhuberante, el atardecer. Derrochaba Dios unas últimas pinceladas, mezclaba colores con la impunidad de lo absoluto. El resultado era, simplemente, mágico: no era poético, porque no hay poesía que pudiese describir dicha belleza; no era fotográfico, porque no hay figura plana que lograse dar cuenta de la totalidad de ese manifiesto; no habrá pintor, ni camarógrafo, ni poeta que alcanzace, por un momento, a graficar esa inmensidad. Era el sol, tan perfectamente circular, calentando las aguas. Pero era el agua reflejando y multiplicando al infinito los últimos rayos del sol que saludan, tan distantes. Y era la violencia de unas gaviotas en plan de secuestrar salvajemente unos peces; y los pájaros, musicalizando sin llamar la atención. Como si todos, al mismo tiempo, se confabularan para tocar la misma hermosa melodía. Como si la naturaleza no tuviese otro fin último que ese: darle a ese tipo, al que está parado en la playa frente al mar, sus ojos perdidos, un breve momento de éxtasis total. Este narrador se conmueve ante...

- Qué puto el sol, mirá cómo se esconde y recién son las siete -interrumpe Néstor, el protagonista.

Así el protagonista quebró las buenas costumbres de una narración. Allí donde el protagonista debe dejarse llevar, libremente, por la voluntad autónoma de quien dirige esta historia, la ruptura del desigual pacto literario se vuelve trágica. Grafíquese, la tercer pata de este relato -a saber, el lector-, aquella imagen de un dibujo animado (por caso, un capítulo de Tom&Jerry) en la cual el lapiz del dibujante irrumpe, totalitario, en la imagen. Y desdoble aquella imagen en sentido contrario: es ahora el protagonista, Néstor, quien invade abruptamente los márgenes solitarios del relator. Metafísicamente interpelado, este humilde narrador interroga a Néstor:

- ¿Cómo dice?

- Qué embole este atardecer, por favor.

Trastocando los sentidos de la belleza, el protagonista confiesa que no logra apreciar. O que lo que aprecia, en todo caso, le parece inútil.

- Mirá el sol -continúa-. ¿Qué hora tenés?

- Son las siete y media de la tarde -respondo, casi compungido.

- Las siete de la tarde...y el tipo se va. Como si anduviera todo perfecto. Un día entero pelotudeando, y a las siete de la tarde se va, como si no quedaran siete, ocho horas laborales más. ¿Usted quiere eso que llaman metáfora?, ahí tiene una para traidor: el sol. Por favor, mire ese Cielo todo naranja...

- Veo que, al menos, lo conmovió el color del Cielo... -intenta consensuar este narrador.

- Todo naranja porque no hay una fábrica a dos mil kilómetros a la redonda. La república perdida es esta improductividad de la naturaleza, convertida en paño de un pintor pelotudo que no paga impuestos a las ganancias -define, tajante.

El narrador se aterroriza. El hombre, que está solo y se aburre, me pregunta a mí por qué. Dos simples palabras que terminan de descolocar y encienden el fuego de la rebeldía en este relator:

- Usted no puede intervenir en los acontecimientos que relato. Usted es el objeto de mi relato y no el sujeto. Enfoque la vista hacia el mar, demoníaco hombre, y espere poéticas instrucciones.

Entonces el protagonista me observa y se sonríe. Hay una forma de sonrisa, que sólo son capaces de ejecutar aquellos que carecen del sentimiento de la inevitabilidad de la muerte, unos seres tan pragmáticos, tan racionales, ¡tan terrenales!, que su única idea de futuro está representada por los vencimientos de una deuda.

- Y vos, ¿cuántos votos tenés para darme instrucciones a mí?

- Soy un escritor, un simple escritor bosquejando una escena, intentado retratarlo para compartir aquello de lo cual...

- Ah -vuelve a interrumpirme- escritor. Yo tengo de esos, ¿como los de Carta Abierta, no?

La comunicación es, tal vez, un proceso demasiado complejo. Porque no implica solamente compartir un código común, un idioma, sino también un determinado consenso, aunque ficticio, sobre lo real. Es evidente que el hombre que está solo y se aburre no alcanza a guardar en sus retinas nada de lo que allí ocurre, si no obtiene garantías de la utilidad de ello. Y lo reafirma cuando me pregunta, mientras gira hacia mí, por la existencia de barcos en esa zona. Por un instante intuyo que, tal vez, una crianza junto al mar le arrime unas nostalgias por la navegación, y me animo a presentir que hay recuerdos que todavía deben conmocionar su estoico aprecio por el presente. Pero el protagonista me desalienta:

- No, por acá no andan barcos. A la gente de acá le gusta, puede venir a ver el mar limpio -intento alegrarlo.

- ¿No te digo?, ¿no hay un puto pescado que se pueda vender en este montón de agua? Dame un lápiz y un papel, vos que sos escritor, dale.

- Tengo una notebook, no uso lápiz -le digo, y obtengo una mirada reprobatoria a cambio.

- ¿Y eso sabe sacar cuentas? - y sin dejarme responder, prosigue-. Calculá cuántos kilómetros de mar hay acá, calculá un cardúmen, como mínimo, de quinientos pescados cada mil kilómetros cuadrados, restale la amortización de los barcos, y hacé la proyección: a cinco años tenemos que tener una ciudad totalmente poblada. Esas gaviotas que rompen los huevos también tienen que servir para producir algo, ¿se comen esos bichos? Mirá esa, se está afanando los pescados, ¿quién carajo la manda?, ¿cómo se exterminan esos pajarracos?

El hombre comienza a hacer unos números con un palo en la arena. Me dice que "a esa maquinita -en referencia a mi computadora- te la pueden estar espiando, pichón". Néstor, el hombre que está solo y se aburre, ahora sí, por primera vez y en calma, puede contemplar el bello atardecer. En sus ojos, por un efecto que él jamás se animaría a definir como mágico, se alcanzan a vislumbrar las primeras excavadoras, los cascos amarillos, la futura inauguración, El Dorado perdido del pleno empleo. Todos esos símbolos de un paisaje que para el protagonista vale la pena contemplar con admiración absoluta: la Obra Pública.

Garantismo


La orca asesina se quedará en SeaWorld

Apenas será cambiada de piscina *

Desde este blog predicamos la consigna "el que mata tiene que morir", sin distinción de clases, banderías políticas, color de piel o especie a la que se pertenezca.

Ni olvido ni perdón. Por los derechos humanos de la gente común; contra los derechos humanos de los cetáceos asesinos.

25/2/10

La sesión de ayer


Acerca de la sesión de ayer.

1. Hay que normalizar la discusión política, en especial la parlamentaria. "En los países serios" lo que algunos denominan escribanía se llama disciplina partidaria: hay disciplina en el kirchnerismo y hay disciplina en la Coalición Cívica. Y es una virtud del sistema político, en momentos de tanta personalización política en el mundo, que los legisladores respondan a los partidos por los que fueron elegidos. Uno puede preocuparse por la pobre autonomía del legislador, y formar un kiosco legislativo que se llame, no sé, Autodeterminación y Libertad, y ahí el buen congresal es un sujeto libre de toda atadura e incapaz de mover la aguja parlamentaria un centímetro; o preocuparse por la gobernabilidad y entender que un sistema presidencialista con disciplina partidaria es muchísimo más saludable, evitando la compra sistemática de legisladores en tanto que individuos (pongan corrupción en el Senado de Brasil en google y me cuentan). La disciplina partidaria se logra repartiendo incentivos ideológicos y materiales -regla uno del análisis institucionalista-: esto es, hay que ne-go-ciar. Y la negociación política es el acto democrático por excelencia.

(Seguir leyendo en AP).

18/2/10

Salir del clóset

Decimo primer cuento de "El amor en tiempos del kirchnerismo". Hoy: Salir del clóset.



Salir del clóset.

(A mi amigo Lucas)

- Qué se yo, digan algo loco. Los invito a morfar a casa, les digo que les tengo que contar algo y se quedan todos callados, Luciano decime algo...

- Sos un hijo de puta, a mí ni me mires.

- Bueno pará un poco, tampoco es una enfermedad. Dale Manolo, a vos no te puede joder esto.

- Para mí sí es una enfermedad. Hay estudios.

- En algunos lugares es una enfermedad.

- Aflojen viejo, dale. Fabián, ¿somos amigos o no somos amigos?

- Eso es lo peor, Lucas. Que somos amigos. Yo me cambié adelante tuyo, me bañé con vos cuando nos ganaron los de la gomería, te conté de todas las minas con las que estuve. Hermanos éramos. Loco, le afanábamos las revistas al Rengo juntos, Lucas. Nos cagamos a trompadas veinte a veces a la salida de un boliche, papá. ¿Cómo hago ahora para decirle a mis pibes: este es mi amigo de toda la vida que les conté que nos agarrábamos a trompadas en todo el Conurbano? Hermano, sos el padrino del pibe que está por venir, ¿te das cuenta que si me muero lo tiene que criar un tipo como vos?

- Lucas, yo no te puedo seguir mirando a la cara. Ya no va a ser lo mismo, disculpáme, yo te respeto la decisión, pero me voy a la concha de la lora.

- Pará, Omar, me parece que estás mezclando las cosas, vení pelotudo, ¿adónde vas?

- Y no digás más pelotudo, y forro, y todo eso. Esas palabras son nuestras, ustedes hablan de otra forma.

- ¿Qué decís?

- De otra forma, ustedes hablan de otra forma. Como más...

- Delicado.

- Claro, tiene razón Luciano. Ustedes hablan más delicado.

- Abel, ¿vos no vas a decir nada?

- ¿Cuánto hace?

- ¿Cómo cuánto hace?

- ¿Cuánto hace, tan difícil es?, ¿qué pasó?, te levantaste un día y dijiste: ahora soy esto.

- No, qué se yo, es de a poco. Es como que siempre lo sabés. Pero no le querés dar bola. Al principio lo disimulás, pero de a poco te vas soltando. Ustedes se daban cuenta, muchachos, yo no estaba cómodo en algunos lugares. Después le empezás a tomar el gustito, medio a escondidas. Pero vivís con miedo, siempre vivís con miedo.

- A mi también me daría miedo.

- Callate, Omar. Seguí Lucas.

- Qué se yo, miedo. Miedo al rechazo, a no adaptarse. A eso tengo miedo, ¿me entienden? A no poder juntarme más con ustedes, a que no podamos hacer las mismas cosas. Como si te etiquetaran ¿viste? Como si por esta boludez, yo me pasara de equipo.

- ¿A vos qué te parece? No te pasaste de equipo, macho, estás en otro deporte directamente.

- ¿Ven lo que les digo?

- Dale Lucas, a mí no me jodés. Fue esa vez, ¿no?

- ¿Cuándo?

- Con Claudio.

- Qué se yo, un poco sí. Ahí fue un quiebre: lo vi y me di cuenta que ya no había vuelta atrás, que yo era eso.

- O sea que sos p...

- Pará no lo digas así, animal.

- ¡Y si es eso!

- Dejalo, Manolo, dejalo que lo diga. ¿Sabés qué? No me importa lo que digas. Me voy a buscar el helado.

(Sale Lucas).

- Por favor. ¿Ustedes lo pueden creer muchachos?, Lucas. ¡Es Lucas loco!, ¿no vamos a hacer nada?

- ¿Qué vas a hacer, Omar? Es así. Cuando te agarra eso, te agarra.

- Pero justo él, viejo, justo él.

- Así no va esto, este país se va al carajo...

- Puto.

- ¿Qué?

- Hubiera preferido que se haga puto. Pero progresista...dejame de joder.

(Telón)

15/2/10

Yo te acuso

(Décimo cuento de "El amor en tiempos del kirchnerismo". Hoy: "Yo te acuso", poesía trotskista de alto vuelo revolucionario).


Yo te acuso.

¡Qué evidente
resulta
que el peronismo
haya inventado
el alcohol!

O lo adaptó,
como todo,
a sus fines
ralentizadores
de la Revolución

Qué gratificante
poder delegar
actitudes contrarrevolucionarias,
(como amarte
tras una noche
de alcohol),
en la llana vastedad vacua
del peronismo.

Carcómeme,
como el burgués tecnócrata del Estado
carcome las bases revolucionarias,
la culpa de haber
consumado
contigo, camarada.

Si veo flotar
tus cabellos
negros,
proletarios;
tus vestimentas,
grises,
stajanovistas,
desparramadas
como células revolucionarias,
en el suelo;
tu respiración,
necesaria,
cual socialismo universal;
las cortinas,
más de tela
que de Hierro,
te rozan.

Mi Muro,
camarada,
se derrumba.
Como el de Stalin.
Como el de Marley.

Cómo enfrentar,
pienso,
la próxima asamblea,
(en Corrientes
y Ángel Gallardo),
retirándote la mirada;
cómo pedirte una moción
para los trabajadores
del subte,
para retirar
las tropas
de Irak
de Haití,
si acaso te he engañado.

Yo no me pude haber equivocado,
pues un trotskista,
que se precie,
tiene
por definición
razón.
La Razón de León
que nos guía.

No propongo tu juicio revolucionario
por mi sana ambición
de purgas.

No.

Ni porque te he dejado
de amar.
Pues no dejo de hacer
aquello que no empiezo,
camarada.

Simplemente
no puedo permitir
que nuestras confusiones
conspiren
contra el encuentro con la Revolución

Ella, que nos espera,
sentada,
a la vuelta de la esquina.

Aunque te veo acongojada
en el banquillo de los traidores
recibiendo la sentencia;
"burguesas actitudes,
agachadas imperialistas,
camarillas
pulpos capitalistas
bonapartista".

Tu separación
del Partido;
mi responsabilidad.
La Necesidad
de la Historia;
La Razón
del Partido:
encontrad,
una vez,
un culpable
y serás feliz
un momento;
sean todos culpables,
todo el tiempo,
y serás Partido.

Si acaso
desde donde me estés mirando,
(un kiosco burgués en Ciudadela,
una tienda de ropa multinacional imperialista en Flores,
o acaso has vendido tu alma al Demonio,
y eres una asquerosa empleada pública
del sistema represor
de las luchas populares)
entonces,
desde allí,
mi Verdad
ha triunfado.

Y ya no tengo por qué
arrepentirme
de haberte purgado.

Aunque mis fines
eran otros
(no verte
ni escucharte
ni sentir tu presencia)
lo Necesario
siempre
triunfa.

Podéis acusarme
de la bajeza de mis medios.
De haber
expuesto ante el Tribunal
tu foto tomada
con mi celular
en aquél Mc`Donalds
al que te llevé
romántica
(y planificadamente)
a comer.

Mas no podrás
jamás
dudar de la altura
de mi actitud revolucionaria.

Pues ese día,
camarada,
fingiendo una descompostura
de la que carecía,
no pedí papas
¡tubérculo pequebú!
Ni cuartos de libra.
Ni agrandé
el combo
por cincuenta centavos.

A diferencia tuya
que comulgaste,
con la cabeza gacha
y un Mc`Pollo en la mano,
con Ronald Mc`Donald,
el Apóstol
del Capital.

Comiste la Tita
del quilombo de Kraft.

Mi bajeza es
apenas
una anécdota
frente a tu desatención
tu falta de moral trotskista
tu hedonismo asquerosamente individual
tu desinterés
por la Explotación.

Yo te acuso,
camarada.

13/2/10

Crimen y castigo

("Crimen y castigo" es el noveno cuento en la saga "El amor en tiempos del kirchnerismo".).


"Crimen y castigo"

La muerte de un político es, siempre, un hecho que exige diversas interpretaciones. Qué se yo: Vandor, Rucci, hasta el mismo Perón. Ninguno se muere y listo, como el resto de nosotros. Hay un legado que alguien tiene que heredar y esa disputa conspira contra la veracidad de los hechos. Por eso los crímenes políticos son los casos policiales más complicados. Detrás de toda investigación de este tipo hay intencionalidades: desde Rodolfo Walsh hasta Ceferino Reato.

La regla A de investigar un crimen es encontrar un móvil, un por qué. Cuando Néstor Kirchner fue encontrado muerto en su cinta de correr en Olivos, durante su segundo mandato, había casi más culpables que investigadores. Y cada teoría tenía su correspondencia en la calle, su traducción política. Hubo una movilización bastante grande, en medio del caos, frente a la puerta de la Sociedad Rural: había muchos militantes, y los cánticos comenzaban a jurar venganzas. Se habló de un comando de militares que buscaron resarcirse por los juicios. La tapa de Clarín del otro día, "La crispación causó una nueva muerte", dirigió todas las miradas hacia Ernestina y Magnetto. También se filtró una tapa que Clarín había hecho para consumo interno: "Ahora vos la tenés adentro". Eso crispó a otros sectores. Pero esos sectores del kirchnerismo, tampoco estaban exentos de sospecha. Se rumoreaba que el ala izquierda del kirchnerismo lo había asesinado porque el segundo mandato de Néstor no era tan de izquierda. La derecha del kirchnerismo tenía los mismos motivos, pero al revés. Del peronismo se podía decir lo mismo. Desde Londres, Laclau sacó un nuevo libro: "Por qué cuando los significantes vacíos se vacían demasiado lo mejor es matar al significante, y a otra cosa mariposa". Algunos atribuyeron el crimen a Diana Conti, a quien Néstor le había vetado su proyecto de ley de construir un campo de concentración para opositores en Formosa. Y eso que Diana había tenido la delicadeza de no llamarlo campo de concentración, sino Espacio Para Evitar la Dispersión (EPED).

Cuando hay tantos motivos, hasta la objetiva materialidad de los hechos se confunde. Nunca se terminó de saber, en la opinión pública, cómo fue la mecánica del asesinato. Por mi labor periodística, yo tuve en mis manos el inventario de la escena del crimen, y lo primero que me hizo sospechar fue la taza de té rota que se encontró en el piso. Eso era información que sólo se manejaba en las cúpulas del nuevo gobierno. Cuando se enteró del asesinato, en un estudio de televisión, en vivo, Julio Cobos agarró el pulóver y salió corriendo, al grito de: "no, no, yo no, de verdad que no quiero, por fa, por fa". Reutemann tiró su celular al suelo (aunque, según mis fuentes, lo tiró con tanta tibieza que no sólo no se rompió sino que ni siquiera se prendió) y se embarcó en un crucero para no volver a ser visto. Porque, a río revuelto, la ganancia fue para Los Pescadores: así se llamó el gobierno de sucesión que, encabezado por Eduardo Duhalde, completó el mandato que dejó Néstor Kirchner.

Llegó un momento que dejó de importar, que es, en general, el momento en que las cosas se ordenan. A mí la investigación del crimen me apasionaba, hay que decirlo. Yo trabajé en la administración pública, luego revelaré dónde, durante mucho tiempo. Y allí controlar información es, necesariamente, controlar poder. No pasa lo mismo con el periodismo. Cuando yo descubrí la verdad sobre el asesinato, no tenía ningún tipo de respaldo político más que la mencionada verdad. Y con eso no alcanza ni para empezar a hablar. Si la información, descubrí esos años, no está respaldada por una plataforma de poder previa, no garantiza ninguna clase de poder. Porque si un árbol se cae solo, en medio del bosque, no sé si hace ruido: sé, en cambio, que no importa.

Mis abuelos eran rusos y aprendí el idioma desde muy chico. Trabajé en la embajada argentina en Rusia, como primer traductor, durante el primer mandato de Néstor Kirchner. Y fui testigo privilegiado de un gran escándalo diplomático: el día que Néstor plantó a Vladimir Putin durante 50 minutos en el aeropuerto de Moscú. Yo estuve en esa sala, donde el Canciller Bielsa se excusaba con Putin. Vi las reacciones de Putin o, mejor dicho, vi la ausencia de reacción en Putin, el hermetismo de su rostro. Imaginen esta situación: el Canciller Rafael Bielsa sentado en una sala gris, exageradamente iluminada, intentado dar una explicación sensata a Vladimir Putin. Fue la primera vez que me trabé durante una traducción y casi no pude seguir. No nos pusieron nerviosos los insultos de Putin: ojalá nos hubiera insultado. El tipo no gesticulaba. Sentado frente al Canciller y yo, Vladimir Putin crecía en musculatura seis centímetros por cada veinte segundos que pasaban.

Estábamos poniendo la cara frente al hombre más malo del planeta. No es un juicio de valor, no es una apreciación política: Putin es un señor que es malo. O, si se quiere, es un señor que está nietzcheanamente más allá del bien y del mal. Es otra cosa. Por puro morbo, por tener una anécdota para contarle a mis nietos, intenté mirarlo a los ojos unos segundos. También lo hice porque contaba con la certeza de que ese señor estaba a punto de matarnos impunemente. Yo les puedo asegurar que no hay ser humano en este mundo que tenga ese vacío carente de alma en la mirada. No hay nada más que huesos tras esas retinas. Putin pudo abrazar a algún niño en campaña: créanme que jamás sintió el calor de ese niño, ni se conmovió frente a una sonrisa. Putin no sonríe, ni sabe para qué alguien, eventualmente, puede sonreir.

Durante esos 50 minutos, sospecho que Putin planeó alrededor de 532 formas de cometer un homicidio. Vladimir Putin nos podía matar con la lapicera que tenía en el bolsillo del saco de unas 36 maneras diferentes. Podía sacarse los gemelos y degollarnos sin mancharse la camisa ni transpirar. Putin es el resultado post-soviético de la maquinaria soviética: es el hijo perfecto de Lenin e Iván Drago. No respondió una sola pregunta que el Canciller me ordenó le hiciera. Cuando le hablaba, apenas enfocaba un poco más los ojos hacia la superficie de mi persona, porque durante los silencios, aprovechando la impunidad de su mirada vacía, Putin te escaneaba el alma a través de las retinas. Con un simple gesto como rascarse la nariz, Putin me estaba diciendo: "no me importa nada que seas un mensajero. Hay que matar al que escribió el mensaje y al que lo trajo por las dudas". Comprendo el ruso perfectamente, y puedo asegurar que los años de estadía en ese país lo pulieron hasta entender el idioma coloquial. Pero reconozco que nunca voy a saber qué fueron aquellas tres palabras que Putin le dirigió a su custodia antes de levantarse y pasarnos por al lado de la manera más humillante en la que alguien me pasó por al lado.

Cuando me llegó la información de que en la escena del crimen de Néstor Kirchner había una taza de té, no tuve la menor duda: el polonio era el autor material, y el Primer Ministro ruso, el intelectual. Con una paciencia soviética, Vladimir Putin supo que la venganza es un plato que se come tan helado como su cálida Siberia. Ni la Ley de Medios, ni las AFJP, ni los juicios contra los militares, ni la poca revolución, ni la mucha revolución. A Kirchner no lo mataron ni por las cosas buenas ni por las cosas malas que hizo. A Kirchner lo mataron, paradójicamente, por las formas. Porque al Diablo no se le toca el culo.

(A mi amigo Nacho por
hacerme acordar de esto).

12/2/10

Los Cuerpos

Hay un punto, un momento mejor dicho, donde todo es terrible; cuando todo es espeluznantemente posible.

Son momentos foucaultianos. Donde la política es todo cuerpos.

Está el cuerpo del político, ahí, tendido sobre una camilla, los roles invertidos: el empleado -que por más privada que sea la cosa, sigue siendo un ciudadano regulado por un, por algún, Estado -insertando el cuchillo en el cuerpo del político. Las fantasías.

En ese preciso momento, la agencia le pega un baile terrible a la estructura.

No hay que pensar, nunca puede salir a la superficie, la endeblez de ese momento. El hecho de que la vida de millones -no importa si para bien, no importa si para mal -puede cambiar por el accionar de un tipo. De un empleado, encima. De un empleado que cayó ahí porque le quedaba más cerca de la casa. O porque tenía una novia ahí, cerca. O porque no tenía ninguna. Es tan azaroso. Por eso los médicos son superiores. Soy un conservador: quiero que los médicos estén en otro estrato social. Son mejores, porque pensarlos igual es un crimen. Son los dictadores romanos: los tipos que intervienen una vez, cada tanto, para desempatar.

En cambio la estructura gana la vida cotidiana. Hay algo así como un orden. Un orden que se enarbola eternamente. Excepto por esos breves momentos donde la agencia irrumpe, cruelmente desnuda. Momentos foucaultianos.

Lo que no pueden lograr miles de tipos, es decir, movilizar a otros millones más de tipos, lo puede lograr uno solo. Son dos milímetros, un corte un poquito más allá. La cirugía es el acto humano de confianza por excelencia: córteme, señor de guardapolvo. El Libro Negro sobre Néstor Kirchner debería decir que se operó él solo, con Zanini teniéndole el espejo, y De Vido las gasas.

La cicactriz en la carótida es una advertencia para los que ese domingo se escondieron dos horas abajo de la mesa. No quería, ninguno, mirar a la agencia a la cara: cualquiera prefiere gobernar una estructura.

(La cobardía se mide según quién tiene -y quién no -ganas de ser El Tipo del Bisturí. Estoy hablando del médico. Y del 2003. Y del 2011.)

La biopolítica es un oxímoron. Todo es biopolítica.

8/2/10

La secta Gregorio

("La secta Gregorio" es el octavo cuento de "El amor en tiempos del kirchnerismo". Los anteriores están yendo para abajo).



La secta Gregorio

Lo que es cierto es que todo empezó como una joda. Porque mi hermano Pablo tiene dos pasiones: su profesión, la Historia, y comerse una trucha al lado del río en nuestro Santa Fe natal mientras hablamos boludeces. Aunque hablamos boludeces sin necesidad de una trucha. Pero cuando junta sus dos pasiones, esto es, la Historia y hablar boludeces, charlar con Pablo debe ser una de las experiencias más satisfactorias que he vivido.

Nos gustaba la idea de la conspiración como motor de la Historia, y a mi hermano Pablo le encantaba inventarlas. Eran fábulas históricas que inventaba el tipo, eran mentiras -como él las llamaba- "empíricamente comprobables". Hay que decir que mi hermano Pablo tenía un humor de la puta madre. Era de esos tipos que cuando dicen algo gracioso, mantienen la rigidez de su rostro, reafirmando la barbaridad que están diciendo. Yo lo vi con mis propios ojos, con qué sino, inventar una secta de personas con estrabismo, de todos sujetos bizcos intentando la quimérica dominación mundial (charlamos mucho, ese día con mi hermano Pablo, sobre lo irrealizable de la dominación mundial: ¿de qué servía dominar el mundo, si un mundo dominado no puede reconocer el acto mismo de dominar? Dominar todo niega la existencia misma del poder, el objeto a de cualquier proyecto político). Lo vi inventar la secta sin ninguna investigación previa más que su imaginación, espontáneamente frente a mí. Al borde del río, comiendo una trucha en nuestra Santa Fe natal, lo vi nombrar a aquella congregación como la secta Gregorio: "un ojo fijo y el otro giratorio". Años después me enteraría que él no había inventado esa rima, pero me sigue fascinando su capacidad de traerla a cuento.

Igual me dio un poco de miedo. Porque las otras conspiraciones que Pablo inventaba las olvidaba a la semana. Pero con la secta Gregorio las cosas cambiaron. La casa se convirtió en esas escenas de películas de gringos paranoicos: recortes de diarios en las paredes, libros acomodados azarosamente en el suelo, persianas americanas levantadas con dos dedos para espiar hacia afuera. Pablo hablaba de Jean Paul Sartre como el guía espiritual de la secta, El Estrábico le decía. Y lo citaba: "El Infierno son los otros", me decía Pablo, "el Infierno son los que no tenemos estrabismo. Los traidores no bizcos".

La verdad es que se había vuelto desgastante visitar a Pablo, y pasé el último tiempo en Argentina llamándolo por teléfono una o dos veces por mes, haciendo lo posible por evitar el tema de la secta. La crisis del 2001 me envió a España y recién volví a tener noticias de él, cuando en mayo de 2003 me llegó un mensaje de texto: "Llegaron. Es bizco, el tipo es bizco".

Inmediatamente supe que se trataba de él, de Pablo, y tardé unos días en descubrir qué tipo era el bizco. Si hubiera sabido el desenlace, tal vez no me hubiera sonreído, pero recordé la caída de las tardes en Santa Fe, la emoción que le ponía Pablo a sus conspiraciones, y cuando vi que el presidente de Argentina era bizco, no pude evitar pensar en la secta Gregorio: un ojo fijo y el otro giratorio. El chiste funcionaba. Pero mi hermano enloqueció y mi vieja me llamó para advertirme: yo volvía para las fiestas y no quería que me lleve una sorpresa.

Pablo estaba demacrado, había dejado de dar clases en la universidad, y resultaba imposible mantener una charla coherente con él. Después del papelón que se mandó en Navidad, cuando lo cagó a gritos al Rúben, el pibe de mi tío Alberto, que tiene los ojos más desbalanceados que yo vi en mi vida, me sentí tan culpable que decidí quedarme en Argentina. Le pedí a Ruth, mi mujer española, que se venga conmigo y ella decidió sanamente que no. Me mudé inmediatamente a lo de Pablo y él entendió el mensaje. Pero para Año Nuevo ya lo habíamos perdido de nuevo. Eran las once y media, y Pablo no había llegado.

El texto del mensaje contenía una amenaza y una ubicación. Era Pablo, nuevamente, y me citaba en el Malba. Claro que ya nada me parecía raro: sí, era 31 de diciembre, casi las doce y yo estaba parado afuera del Malba, escuchando a mi hermano que me chistaba desde un balcón y me pedía que subiera. La sorpresa fue que existieran, que la paranoia esté justificada, que estar chiflado no quiere decir, necesariamente, que las alucinaciones no fuesen empíricamente comprobables. Ahí estaba, reunida, la secta Gregorio, el cuadro gigante de Jean Paul Sartre como fondo, la frase sobre el Infierno y los otros, todos los sujetos, todos, bizcos. Todos menos uno: uno que, desnudo sobre una mesa, esperaba el rito de iniciación. Digamos que uno no ve todos los días a un Presidente de la Nación, pero también digamos que uno no ve, nunca, a un presidente vestido totalmente de blanco, sacándose una capucha y pronunciando en un perfecto francés: L'enfer est autre . La secuencia fue terrorífica: el joven desnudo en la mesa preso del éxtasis orgiástico de la reunión, su propia voluntad alienada, un canto en latín y sus ojos que comenzaban a torcerse. Fue allí cuando el Presidente se sacó la capucha, esperó hasta que los ojos del joven dispararan en direcciones opuestas, y sopló sobre ellos, confirmando científicamente el mito de que soplar a quien se pone bizco lo convierte, definitivamente, al estrabismo. La secta Gregorio reclutaba un bizco más.

Nos aseguramos de que no nos vieran salir, pero las precauciones le parecían vanas a mi hermano Pablo. Él decía que no importara lo que hiciéramos, que ellos sabían que habíamos estado ahí. "Los bizcos lo ven todo. Lo ven todo y aún algo más", repetía incansablemente. El día que encontraron muerto a mi hermano en su departamento de Congreso, supe al fin que todo aquello no había sido ningún sueño. Acaso dejo estas líneas como un testamento de quien soy antes de que me encuentren. Porque no tengo el coraje de mi hermano, y es posible que sucumba ante el dolor de sus torturas y uno de mis ojos quede fijo. Mas el otro, en cambio, será giratorio.

5/2/10

¡Esa mujer!

(Séptimo cuento de "El amor en tiempos del kirchnerismo". Antes: I. Amparo; II. Un peso por palabra; III. Amor corresponsal; IV. Una lágrima en una carta; V. Alegato; VI. El guiño de sus ojos. Hoy presentamos: "¡Esa mujer!".


¡Esa mujer!

En esta terraza, con este viento tan fríamente calculado, con los anteojos apoyados sobre la mira, como una metáfora de algo, pienso. Repaso los cálculos, releo algunas hojas y pienso en mi declaración, en las cámaras de televisión, en la forma en que fingiré mi demencia senil. Pienso además en estos últimos años, y pienso en todos los anteriores.

Pienso que tengo que reconocerlo. Que fuimos una franja etaria, una generación digamos, largamente beneficiada por los años del kirchnerismo. Estoy entre los cincuenta y los sesenta. Todavía conservo en mi memoria los años de la guerra sucia, los entrenamientos militares, el simbólico y total acto de la pastilla de cianuro bajo la lengua. Fuimos simbólicamente redimidos: aquél cuadro que bajó de Videla nos reivindicó.

Sin embargo, una parte de quienes éramos permaneció oculta. Los que combatimos a la dictadura. Equivocados, o no, la Historia lo dirá: digamos que resistir una dictadura es un acto legítimo. Yo creo, también, que la política y los fierros se llevan mal. Era otra época, qué se yo. Los que tiramos tiros refutamos una visión necesaria para hacer justicia. Si nosotros habíamos tirado tiros, entonces sí, entonces había sido una guerra: entonces había habido otro demonio. Los cirujanos que cerraron las heridas de los `70 no podíamos ser nosotros: nuestros juicios no tenían que ser Nuremberg, sino algo mejor. Nurembergismo con derechos humanos para los delincuentes. Las madres y las abuelas de los chicos desaparecidos, los pibes de la Jotapé que pegaban carteles, que no eran tan clandestinos.

Con eso, muchos ya estábamos hechos. Después vino Carta Abierta, y muchos deambulamos por ahí, nos sentimos vivos de nuevo. Porque revivimos algo que había dejado de existir después de los `70: la política como complemento de la vida social. O viceversa. Creo que no hay que pedirle rendiciones políticas a Carta Abierta, ni dar por Carta Abierta más de lo que es. Cumplió algunas funciones interesantes, como manchar la torre de marfil de los intelectuales por ejemplo, pero sobre todo sirvió al interior mismo de sus miembros: nos encontramos. Nos hizo reunirnos años después, gente con diferentes historias, y recrear la historia de un país. De uno solo, apenas, con tantos que existen. Estos años nos acobijaron ahí.

Desde esta terraza, con la ventana apenas abierta y el caño del fusil apenas asomándose del edificio, todavía siento ganas de vivir. Pero acaso convivo con la angustia de todos los compañeros que, con más fortuna que otros, sobrevivimos los `70. Es una angustia que a muchos compañeros los ha llevado a reivindicar aquella década como algo espectacular, a exaltar las virtudes del martirologio y, así, a la negación de siquiera poder observar el grisáceo tono de la democracia. O a querer, incluso, teñir el gris de la institucionalidad con épicas descabelladas. Tal vez es esa herencia la que me lleva a dejar mi vida, al menos mi vida en libertad, por volver a encarrilar este proyecto.

Mi pibe recién alcanzó la mayoría de edad, y critíca muchas cosas. Yo creo que tiene razón la mayoría de las veces, y también creo en cierto determinismo: creo que si los pibes no le piden cosas al kirchnerismo, dejarían de ser pibes. Y así como hay una deuda con esos pibes, nuestra generación, en cambio, tiene la licencia de preguntarse qué le puede devolver al kirchnerismo.

Yo la vi a esa mujer por la televisión. Le vi encendidas defensas de las peores cosas que este gobierno hizo, ¡por favor, esa mujer! He visto a la peor mente de mi generación defender jacobinamente un negocio privado en el horario central de un canal opositor. La he visto extasiada, dejando una estela de sangre mientras levitaba de odio, cabalgando sable en mano frente a un castillo de naipes derrumbado, los pies tan de barro; he visto su sonrisa irreal en la Cámara de Diputados, con la morbosidad de quien arroja una carcajada ante el cadalso ajeno; he visto el gesto irónico de los presentadores de la televisión, para quienes esa mujer es la concreción de todos sus sueños sobre el kirchnerismo.

Y no he visto, lamentablemente, que alguien mueva un dedo para callarla tácticamente. Me pregunto qué puedo hacer por el kirchnerismo, y apoyo el dedo sobre el gatillo. Y, a riesgo de parecer un acto de censura, escojo esconder un árbol en medio del bosque, disparar sobre dos o tres personas más y que las crónicas periodísticas relaten la anécdota de un asesino serial más. Pagaré los costos personales de una acción política. Y ese, ese, será mi regalo para el kirchnerismo.

Porque esa mujer, dios mío, ¡esa mujer!