3/1/08

Un manifiesto filosófico llamado Tiburón

El fútbol y los tiburones son las dos cosas estúpidas que me interesaban de chico y, ya de grande, todavía les presto atención. En el camino quedaron cosas como ser astronauta, el diez de la selección, campeón olímpico de algo o estrella reventada de rock. Por alguna razón, me parecía que yo quería ser alguien que supiera de tiburones. Creo que a las personas no nos interesa el conocimiento por el conocimiento mismo: nos interesa la impostura, la idea de ser el tipo que sabe acerca de algo. Yo, cuando niño, quería ser el tipo que sabía algo acerca de los tiburones.

Con el tiempo fui dejando de lado mis ganas de ser tiburonólogo. Varias cosas conspiraron: mi cobardía, el hecho de vivir rodeado de aguas más bien frías y, sobre todo, alejado del mar. Pero todavía tengo cierta admiración y respeto por el tiburón, y cada vez que pasan la película de Spielberg, ahí me encuentro, firme, observando esos muñecos de goma espuma que tan bien los representan (y ni hablar del tiburón de Los Bañeros Más Locos del Mundo).

La película Tiburón es, si uno rebusca la metáfora, la idea de que todo, en definitiva, es una cuestión de perspectiva. La verdad, la idea de que existe algo llamado verdad, está refutada en una escena que me parece filosóficamente impresionante. Un crucero se acerca hacia la isla donde el tiburón atormenta a los turistas. El crucero viene repleto de clase media baja norteamericana, y ya en esa descripción comienzo a ver que todo es relativo. Lo que para mí son doscientos gringos sin saber que hacer, para el comisario Brody son posibles víctimas de un tiburón que solamente él ha visto y de cuya existencia no puede convencer a los demás. Para el alcalde, descreído de la idea de un tiburón, todos esos turistas son una fuente irremplazable de ingresos. Y, en definitiva, para el tiburón ese crucero no es sino una parrillada gigante que está pronta a ser puesta en su mesa. La verdad, repito, es una cuestión de perspectivas. Tiburón, tal vez arriesgue demasiado, es una película nietzscheana: una afirmación de que la verdad es una construcción tan irreal como cualquier otro concepto.

A veces, también creo que Tiburón es una forma subliminal de decirle a los jóvenes que deben hacer caso en todo a sus progenitores. En Tiburón II, el Jefe Brody, que ya había matado un tiburón gigante en la I, le dice a su hijo que no salga a andar en bote, que tiene un mal presentimiento. (Digresión: me gusta como todo se traslada a sus circunstancias. Digo esto: en una ciudad normal, el robo de auto de un hijo sobre un padre termina, inevitablemente, en un choque. Pero, quizás, uno puede manejar la situación: pagar el arreglo, esconder bien las abolladuras. En cambio, en una isla, robarle el bote a tu viejo y que se lo coma un tiburón es una situación insalvable). Minutos más tarde, la posible novia de Mike Brody (que en Tiburón III ya es re grosso y desayuna zucaritas con los tiburones al lado) le dice que si no van a dar una vuelta en bote. Mike dice que su padre no lo deja, y la chica le pregunta que si siempre le hace caso a los padres. Ese momento me encanta: el joven observa la situación. Por un lado, tiene dieciséis años, y sabe que la pérdida de la virginidad es una tarea de difícil resolución. Por el otro, los consejos de su padre y, aún peor, un tiburón de siete metros y medio con ganas de comer adolescentes incautos en busca de aventuras marítimo-sexuales. Visto así, a la distancia, cualquiera resolvería quedarse en tierra: algunos prefieren mantener la virginidad si eso les permite conservar las piernas. Pero otros, como Mike Brody, saben que hay riesgos en la vida que hay que correr. Usted me dirá que el saldo costo-beneficio es negativo. Que, a veces, es preferible decirle no a una mujer si eso conlleva no enfrentarnos a un tiburón gigante, que encima es el hijo del tiburón que tu viejo mató con una garrafa en la película anterior. Pero no todos son tan racionales. Mike le dice que no, que no siempre le hace caso a su padre. Y las consecuencias son inevitables. Entonces el mensaje es este: hazle caso a tu progenitor o un tiburón gigante te comerá a ti y a tu noviecita. Pero, ¿qué hubiese pasado si Mike le hubiese hecho caso a su padre? Probablemente, la mina se hubiera ido con otro a reírse de cómo Mike era un nene de papá. Sus amigos lo habrían repudiado por acobardarse frente a una señorita, y en la isla empezaría a correr el rumor de la homosexualidad del joven. Eran fines de los setenta, y la gente no era tan liberal en EEUU. Su padre habría perdido el trabajo, y su madre se volvería alcohólica pensando en qué hizo o dejó de hacer para que su hijo fuese como era. Su hermanito menor hubiera muerto en una pelea en un bar, defendiendo el buen nombre y honor de su hermano y de su familia. Entre esa desgracia, y luchar contra un tiburón blanco, pensó Mike Brody, me quedo con el tiburón. Y hasta en una de esas la pongo, habrá pensado después.

Un manifiesto filosófico acerca del relativismo, de las relaciones humanas, de la lucha entre las especies: eso, entre otras cosas, es Tiburón. Darwin decía que el más fuerte sobrevivía, y Nietzsche le contestaba que ojalá, pero que el que sobrevivía era el débil que imponía esa debilidad, gracias a su astucia, como regla sobre el fuerte. Yo creo que hay mucho de esa discusión en la película: digo que, mano a mano, el tiburón es más fuerte. Pero la debilidad del hombre lo lleva a inventar garrafas de gas, cables de alta tensión y granadas, las tres herramientas que eliminan un tiburón por película. La astucia de nuestra debilidad, tal vez, nos vuelve más fuerte que un tiburón. Por ahora, solamente, por ahora.


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