Resulta que yo una vez tenía como 16 años. Y se me ocurrió que era una buena edad para escribir cuentos que después tenía que romper. Solamente guardé este porque una vez lo leyó alguien y me dijo que estaba bien . 6 años después tenía 21, leí un cuento de Borges, y me pareció que una frase de ese cuento, si la ponía al principio del mío, le iba a dar como aires de grandeza. Pero no, sigue siendo una garcha.
LA HISTORIA DEL FIN DEL MUNDO
"Si el honor y la sabiduria y la felicidad no son para mi que sean para otros. Que el cielo exista, aunque mi lugar sea el infierno". Jorge L. Borges, La Biblioteca de Babel, Ficciones.
Keneth vivía con su mujer, Eva, hija de inmigrantes eslavos de la Segunda Guerra Mundial, en una chacra del oeste de Colorado. Tenían algunas vacas, una cosecha de legumbres y una vida tranquila y rutinaria: tenían, en realidad, todo lo que buscaban. La invasión extraterrestre que terminaría con el mundo ocurrió un domingo, como un presagio, mientras Keneth y Eva se encontraban en la iglesia, a unos cuatro kilómetros de su hogar. Al recibir las noticias de los malignos seres del espacio exterior, Keneth tomó su vieja camioneta y se escondió, junto a Eva, en una suerte de refugio, diseñado originalmente como depósito de acumulación de granos por los dueños anteriores. Los días fueron pasando, y Keneth no se despegaba de la radio. Eva intentaba dormir, y todo lo que sabía de los extraterrestres lo oía de boca de su marido. Lo que él jamás le dijo fue que los marcianos no venían a esclavizar: venían a terminar con la raza humana. Keneth lloraba sólo en los momentos en que Eva dormía. Luego, durante el día, fingía una esperanza que no abrigaba. El octavo día de encierro hizo enloquecer a Eva. Los alienígenas no habían pasado por allí y, pensaba ella, no se interesarían por un lugar perdido y olvidado en el oeste de Colorado. Suponer la racionalidad de los extraterrestres nunca puede ser una buena idea. Ella quería salir a hablar con algún vecino, ver a otras personas, conseguir otros alimentos. Se había hartado de las legumbres, el agua y, en ciertos momentos, de Keneth. Nunca lo había desobedecido, y ahora que él dormía parecía un buen momento para arriesgarse. Eva caminó algunos kilómetros sin encontrar a nadie. Una luz extraña la conmovió. Se acercó a ella y fue devorada por una nave alienígena. Eva había dejado de existir.
Kilómetros atrás, Keneth gritaba desesperado, pero no quería dejar el refugio. Sabía que Eva había escapado, pero no podía elegir un camino a seguir, y decidió esperar allí. Los días pasaron sin novedad. Al cuarto día de la huída de su mujer, Keneth también enloqueció y planeó una salida hasta la ciudad más cercana. La radio, la única señal que todavía transmitía, hablaba de millones de muertos. No era una invasión: era una masacre. La desaparición de la raza humana era inevitable. Ante esa certeza, Keneth se sentía un miserable por pensar exclusivamente en los destinos de su bella mujer. Sí, el amor era una cosa importante, pero nada comparado con la existencia de la Humanidad entera. Sí, los poetas habíanse jactado de la preponderancia de los sentimientos por sobre la vulgaridad de la vida, pero ahora esa vida estaba amenazada, y era esa vida la precondición de cualquier sentimiento. La madrugada del día siguiente sería un buen momento para intentar la osada empresa de llegar a la ciudad. Keneth no quería morir solo. Pensó que si todo iba a terminar, al menos debería encontrarle un sentido. Ni siquiera encontrarlo: sólo hacer el intento por buscarlo. Quería cruzar una mirada con alguien antes de morir, escuchar la voz humana, sentir el contacto de otra persona. Esa madrugada, sin embargo, un nuevo acontecimiento cambió sus planes. Una pareja de jóvenes universitarios que recorrían el país golpeó las puertas del refugio. Vincent y Marilyn escapaban asustados de la ciudad. La devastación había sido total, relataban a su amable anfitrión. Keneth, ahora sí, se había convencido de que no había por qué seguir viviendo. Además, seguía sintiéndose culpable por la muerte de Eva. Quizás no tanto por su muerte como por no haberla prevenido del final de la raza humana. Si ella hubiese sabido que todo terminaba, jamás lo hubiera abandonado. Luego de una larga charla, Keneth descubrió que los jóvenes tampoco sabían del plan de exterminio de los extraterrestres. Había sacado la conclusión por la fe del muchacho, por sus ansias de combatir a los invasores. Keneth no quiso terminar con sus esperanzas. La joven muchacha era más escéptica, y sus ojos se llenaban de lágrimas de angustia cada vez que Vincent hablaba del futuro. Keneth no decía nada, todavía.
Los días pasaron y Keneth les racionaba las noticias. Vincent seguía esperanzado, y Keneth se vio a sí mismo hace varios años, cuando compró la chacra, cuando se mudó con Eva, cuando el futuro era una cosa tan lejana. Keneth no quería creer que todo eso ya no tenía sentido. Que el fin del mundo estaba llegando. Así que decidió seguir mintiendo. Esos jóvenes debían morir con la certeza de que algo les sucedería, que ellos no eran el último eslabón de una cadena inútil. Fue por eso que Keneth elaboró su plan.
Debía matar a los dos jóvenes, y esa decisión estaba carcomiendo su conciencia. Ya no podía mirarlos a los ojos, ni siquiera les hablaba como antes, y les daba pocas noticias. Se sentía un traidor. A pesar de que su plan estaba justificado, Keneth sentía remordimientos. Algo extraño: un sentimiento de culpa por algo que todavía no había hecho. Pero esa noche, fundacional, lo comprendió todo. La lluvia resbalaba contra la ventana por la que miraba. Por esos días, cualquier cosa parecía un espantoso presagio. La simple modificación en la rutina podía ser considerada un pájaro de mal aguero. Fue el destello inicial, la luz de un relámpago iluminando toda su cara y reflejándola en la ventana; fue el sonido del trueno retumbando en su cabeza; fue verlos abrazados, durmiendo junto al fuego. Ahora sí, lo comprendió todo. Keneth comprendió que debía dejar morir a los jóvenes en la confortable creencia de que la existencia tenía sentido. Debía dejarlos creer que la Humanidad seguiría su curso, a pesar de los tormentos. Para ello, él debería condenarse al infierno. Sólo condenándose salvaría a otros. Recogió la Biblia que estaba en el suelo, leyó algunos párrafos, y se sintió Judas. Él, que pensaba en su sacrificio para esperanzar a otros, no se sintió Jesus, sino Judas. Y no sólo se sintió Judas, sino que lo comprendió. Comprendió que para que Jesús haya sido quien fue, necesitó de Judas. Comprendió que el sacrificio necesita de quienes lo ejecuten, y comprendió, así, la nobleza del acto de Judas Iscariote. Renunciar a la bondad para que el Bueno sea uno y grande: para que la maldad quede representada eternamente. Judas había sido un gran hombre, y pocos lo iban a comprender. Keneth les regalaría el cielo de la esperanza a los dos muchachos, y nadie lo comprendería: hasta Dios lo condenaría en el Infierno. Y, sin embargo, estaba plenamente decidido. Los detalles del plan apenas si merecen ser conocidos. Es su justificación metafísica la que interesa. La única prevención que Keneth tomó fue la de separar a los jóvenes antes de fusilarlos. La muerte de uno en presencia del otro, quizás, les diera la certeza de que todo estaba perdido. Keneth convenció a Vincent, incluso, de que los extraterrestres se estaban retirando frente a la resistencia de los sobrevivientes organizados. La última transmisión que Keneth escuchó, por supuesto, decía todo lo contrario. Keneth obligó a Vincent a acompañarlo hasta el pueblo a buscar provisiones y armamento. En el camino fueron hablando de los proyectos, de cómo construir sobre tanta devastación, de los hijos que tendrían con Marilyn, de sus ganas de instalarse definitivamente en el campo, alejado de las grandes ciudades. Cuando Vincent se agachó a atarse los cordones de sus zapatos, Keneth descargó dos balazos contra su cabeza. Vincent no tuvo tiempo a reaccionar: había muerto en el convencimiento de que la Humanidad, al menos, continuaba. La historia de Marilyn no difiere demasiado. Keneth la convenció de que Vincent había estado organizando un grupo de ayuda para rescatar sobrevivientes. La hizo juntar sus cosas, cuando vio la sonrisa dibujada en su rostro, se paró detrás de la muchacha y la ejecutó. El plan había salido perfecto. Keneth se había redimido. No tuvo, como Judas, la valentía de quitarse la vida. Pudo rebajarse al rol de asesino, pero no fue capaz de darse muerte. Se dijo que él no era quién para decidir acerca de su propio destino. Se dijo que, eso sí, era una herejía. Ahora sí se dirigió al pueblo, donde unas naves alienígenas lo detectaron y lo fulminaron. Su alma descendió a los infiernos, donde pasará el resto de la Eternidad.