27/8/07

Ahora dicen que el petróleo te vuelve dictador

La teoría resulta maravillosamente estúpida: el petróleo vuelve fascista a la gente y sus gobiernos. Está muy mal, desde hace un tiempo, calificar a los interlocutores de las ideas. Desde que los medios de comunicación decidieron que hablar de otros es hacer "campaña sucia", calificar las ideas de una persona por quien esa persona es, constituye un delito a la corrección política. Así que no vamos a hablar de la imbecilidad de este cubano exiliado que afirma que la posesión de petróleo convierte a un gobierno democrático - cuyo modelo es el Israel que invadió hace poco Líbano- en una dictadura -que el cubano define como el gobierno de Chávez y Castro-. Vamos a hablar de lo falsa que resulta esta teoría.

"A pesar de las contadas excepciones, se observa una consistente regularidad entre la posesión de grandes reservas petroleras y la existencia de regímenes dictatoriales o altamente autoritarios. Los países más liberales del norte de Africa y el Medio Oriente: Túnez, Marruecos y Jordania (si los comparamos con sus vecinos árabes y magrebíes) no tienen significativos recursos petroleros; e Israel, carente de petróleo, es un país desarrollado y la única democracia del área." Enrique Patterson.

Para no irnos: concedámosle que Israel es la única democracia del área. Concedámosle, que Israel es una democracia.

Hay una tendencia que crece: la sociología a ojito. Lo complicado, lo erróneo, lo falso, es que las relaciones que plantean estos gurúes no son de causalidad. Y no hay teoría sin causalidad (que, al menos, sea problable). Cuando una persona dice: cada vez que levanto la mano, un chino se muere, es probable que pueda encontrar datos empíricos en la realidad que así lo confirmen. Que, si busca los registros de ayer, quizás unos diez chinos se hayan muerto, y quizás ese hombre haya levantado la mano unas diez veces. La teoría, hasta ahí, funciona perfectamente. Pero lo que exige una teoría, precisamente, es que haya un elemento que explique la relación causal: el porqué de que a cada levantamiento de mano, un chino se muera. Si logro demostrar que mi levantamiento de mano influye en la mortandad oriental, estoy frente a una teoría.

El amigo cubano Patterson intenta un esbozo de explicación causal: que, al contar con recursos, los planes macabros del comunismo se ven apoyados por las dádivas que el régimen otorga en beneficios sociales. No es, salvando las distancias, muy distinto de la noción de la derecha respecto del populismo: el líder calculador, las masas imbéciles, la repartición de recursos. Claro que a Patterson se le presentan casos que refutan su teoría, y rápidamente encuentra sus imperdibles explicaciones ad hoc. Resulta que Patterson descubre que en su tierra natal no existe el petróleo: ¿pero cómo, si la dictadura más grande de Latinoamérica no tiene petróleo, entonces se volvió dictadura por generación espontánea, por evolución de las especies, o por qué?. Tranquilos, todo tiene su explicación. Parece que Cuba encontró un sustituto: la URSS, durante la Guerra Fría, concedía petróleo barato a cambio de que Castro, dice Patterson, declarara públicamente una "conversión ideológica que, en la práctica, no siempre respetó al pie de la letra". O sea, pensará usted, que ahora que se cayó el Muro la Cuba de Castro se convirtió, al no tener más acceso al petróleo, en un paraíso de libertad liberal. No se haga ilusiones, pues Cuba encontró un nuevo aliado: la Venezuela chavista, casi el caso por excelencia de la teoría de Patterson. Ahora Venezuela, esa dictadura petrolera, abastece a la otra dictadura, para ir juntas por los caminos del marxismo, escupiendo el combustible negro.

Cuando la relación causal no está, entonces se puede decir cualquier cosa. Puedo afirmar que los países con más medallistas olímpicos tienen la tendencia a invadir países de Medio Oriente. Compruébelo usted mismo:
Medallero Total:

Cantidad invasiones estadounidenses y soviéticas a otros países:
no sé, un montón, pero seguro más que todos los otros países

La teoría, incluso, la puedo hacer más consistente que la de Patterson. Puedo justificarla teóricamente, diciendo que, por ejemplo, los países medallistas incrementan su ego como nación y, envalentonados por la victoria olímpica, se lanzan a la conquista territorial. Y después puedo citar un montón de griegos que relacionan la virilidad, la guerra, el deporte, etc. Y hasta tengo un caso como Rusia, por ejemplo, para hacer, como mi amigo Patterson, y reformar mi teoría con un ad hoc: podría decir que Rusia, por ejemplo, se quedó con complejo de imperialismo y gana muchas medallas para demostrale algo al mundo.

Dejo el link, y el final del texto, en un llamado de Patterson a Dios para que le de petróleo a Cuba y, así, poder invadirlo:

"De aparecer el apetecido petróleo en las aguas cubanas, entonces sí que una administración norteamericana de gatillo alegre, como la actual, pudiera encontrar idénticas razones para acabar con Castro mucho más fácil y rápido (no hay fanáticos religiosos ni combatientes suicidas en Cuba) que con Saddam Hussein"

http://www.cubanet.org/CNews/y04/sep04/24o5.htm

25/8/07

Que el cielo exista

Resulta que yo una vez tenía como 16 años. Y se me ocurrió que era una buena edad para escribir cuentos que después tenía que romper. Solamente guardé este porque una vez lo leyó alguien y me dijo que estaba bien . 6 años después tenía 21, leí un cuento de Borges, y me pareció que una frase de ese cuento, si la ponía al principio del mío, le iba a dar como aires de grandeza. Pero no, sigue siendo una garcha.


LA HISTORIA DEL FIN DEL MUNDO

"Si el honor y la sabiduria y la felicidad no son para mi que sean para otros. Que el cielo exista, aunque mi lugar sea el infierno". Jorge L. Borges, La Biblioteca de Babel, Ficciones.

Keneth vivía con su mujer, Eva, hija de inmigrantes eslavos de la Segunda Guerra Mundial, en una chacra del oeste de Colorado. Tenían algunas vacas, una cosecha de legumbres y una vida tranquila y rutinaria: tenían, en realidad, todo lo que buscaban. La invasión extraterrestre que terminaría con el mundo ocurrió un domingo, como un presagio, mientras Keneth y Eva se encontraban en la iglesia, a unos cuatro kilómetros de su hogar. Al recibir las noticias de los malignos seres del espacio exterior, Keneth tomó su vieja camioneta y se escondió, junto a Eva, en una suerte de refugio, diseñado originalmente como depósito de acumulación de granos por los dueños anteriores. Los días fueron pasando, y Keneth no se despegaba de la radio. Eva intentaba dormir, y todo lo que sabía de los extraterrestres lo oía de boca de su marido. Lo que él jamás le dijo fue que los marcianos no venían a esclavizar: venían a terminar con la raza humana. Keneth lloraba sólo en los momentos en que Eva dormía. Luego, durante el día, fingía una esperanza que no abrigaba. El octavo día de encierro hizo enloquecer a Eva. Los alienígenas no habían pasado por allí y, pensaba ella, no se interesarían por un lugar perdido y olvidado en el oeste de Colorado. Suponer la racionalidad de los extraterrestres nunca puede ser una buena idea. Ella quería salir a hablar con algún vecino, ver a otras personas, conseguir otros alimentos. Se había hartado de las legumbres, el agua y, en ciertos momentos, de Keneth. Nunca lo había desobedecido, y ahora que él dormía parecía un buen momento para arriesgarse. Eva caminó algunos kilómetros sin encontrar a nadie. Una luz extraña la conmovió. Se acercó a ella y fue devorada por una nave alienígena. Eva había dejado de existir.
Kilómetros atrás, Keneth gritaba desesperado, pero no quería dejar el refugio. Sabía que Eva había escapado, pero no podía elegir un camino a seguir, y decidió esperar allí. Los días pasaron sin novedad. Al cuarto día de la huída de su mujer, Keneth también enloqueció y planeó una salida hasta la ciudad más cercana. La radio, la única señal que todavía transmitía, hablaba de millones de muertos. No era una invasión: era una masacre. La desaparición de la raza humana era inevitable. Ante esa certeza, Keneth se sentía un miserable por pensar exclusivamente en los destinos de su bella mujer. Sí, el amor era una cosa importante, pero nada comparado con la existencia de la Humanidad entera. Sí, los poetas habíanse jactado de la preponderancia de los sentimientos por sobre la vulgaridad de la vida, pero ahora esa vida estaba amenazada, y era esa vida la precondición de cualquier sentimiento. La madrugada del día siguiente sería un buen momento para intentar la osada empresa de llegar a la ciudad. Keneth no quería morir solo. Pensó que si todo iba a terminar, al menos debería encontrarle un sentido. Ni siquiera encontrarlo: sólo hacer el intento por buscarlo. Quería cruzar una mirada con alguien antes de morir, escuchar la voz humana, sentir el contacto de otra persona. Esa madrugada, sin embargo, un nuevo acontecimiento cambió sus planes. Una pareja de jóvenes universitarios que recorrían el país golpeó las puertas del refugio. Vincent y Marilyn escapaban asustados de la ciudad. La devastación había sido total, relataban a su amable anfitrión. Keneth, ahora sí, se había convencido de que no había por qué seguir viviendo. Además, seguía sintiéndose culpable por la muerte de Eva. Quizás no tanto por su muerte como por no haberla prevenido del final de la raza humana. Si ella hubiese sabido que todo terminaba, jamás lo hubiera abandonado. Luego de una larga charla, Keneth descubrió que los jóvenes tampoco sabían del plan de exterminio de los extraterrestres. Había sacado la conclusión por la fe del muchacho, por sus ansias de combatir a los invasores. Keneth no quiso terminar con sus esperanzas. La joven muchacha era más escéptica, y sus ojos se llenaban de lágrimas de angustia cada vez que Vincent hablaba del futuro. Keneth no decía nada, todavía.
Los días pasaron y Keneth les racionaba las noticias. Vincent seguía esperanzado, y Keneth se vio a sí mismo hace varios años, cuando compró la chacra, cuando se mudó con Eva, cuando el futuro era una cosa tan lejana. Keneth no quería creer que todo eso ya no tenía sentido. Que el fin del mundo estaba llegando. Así que decidió seguir mintiendo. Esos jóvenes debían morir con la certeza de que algo les sucedería, que ellos no eran el último eslabón de una cadena inútil. Fue por eso que Keneth elaboró su plan.
Debía matar a los dos jóvenes, y esa decisión estaba carcomiendo su conciencia. Ya no podía mirarlos a los ojos, ni siquiera les hablaba como antes, y les daba pocas noticias. Se sentía un traidor. A pesar de que su plan estaba justificado, Keneth sentía remordimientos. Algo extraño: un sentimiento de culpa por algo que todavía no había hecho. Pero esa noche, fundacional, lo comprendió todo. La lluvia resbalaba contra la ventana por la que miraba. Por esos días, cualquier cosa parecía un espantoso presagio. La simple modificación en la rutina podía ser considerada un pájaro de mal aguero. Fue el destello inicial, la luz de un relámpago iluminando toda su cara y reflejándola en la ventana; fue el sonido del trueno retumbando en su cabeza; fue verlos abrazados, durmiendo junto al fuego. Ahora sí, lo comprendió todo. Keneth comprendió que debía dejar morir a los jóvenes en la confortable creencia de que la existencia tenía sentido. Debía dejarlos creer que la Humanidad seguiría su curso, a pesar de los tormentos. Para ello, él debería condenarse al infierno. Sólo condenándose salvaría a otros. Recogió la Biblia que estaba en el suelo, leyó algunos párrafos, y se sintió Judas. Él, que pensaba en su sacrificio para esperanzar a otros, no se sintió Jesus, sino Judas. Y no sólo se sintió Judas, sino que lo comprendió. Comprendió que para que Jesús haya sido quien fue, necesitó de Judas. Comprendió que el sacrificio necesita de quienes lo ejecuten, y comprendió, así, la nobleza del acto de Judas Iscariote. Renunciar a la bondad para que el Bueno sea uno y grande: para que la maldad quede representada eternamente. Judas había sido un gran hombre, y pocos lo iban a comprender. Keneth les regalaría el cielo de la esperanza a los dos muchachos, y nadie lo comprendería: hasta Dios lo condenaría en el Infierno. Y, sin embargo, estaba plenamente decidido. Los detalles del plan apenas si merecen ser conocidos. Es su justificación metafísica la que interesa. La única prevención que Keneth tomó fue la de separar a los jóvenes antes de fusilarlos. La muerte de uno en presencia del otro, quizás, les diera la certeza de que todo estaba perdido. Keneth convenció a Vincent, incluso, de que los extraterrestres se estaban retirando frente a la resistencia de los sobrevivientes organizados. La última transmisión que Keneth escuchó, por supuesto, decía todo lo contrario. Keneth obligó a Vincent a acompañarlo hasta el pueblo a buscar provisiones y armamento. En el camino fueron hablando de los proyectos, de cómo construir sobre tanta devastación, de los hijos que tendrían con Marilyn, de sus ganas de instalarse definitivamente en el campo, alejado de las grandes ciudades. Cuando Vincent se agachó a atarse los cordones de sus zapatos, Keneth descargó dos balazos contra su cabeza. Vincent no tuvo tiempo a reaccionar: había muerto en el convencimiento de que la Humanidad, al menos, continuaba. La historia de Marilyn no difiere demasiado. Keneth la convenció de que Vincent había estado organizando un grupo de ayuda para rescatar sobrevivientes. La hizo juntar sus cosas, cuando vio la sonrisa dibujada en su rostro, se paró detrás de la muchacha y la ejecutó. El plan había salido perfecto. Keneth se había redimido. No tuvo, como Judas, la valentía de quitarse la vida. Pudo rebajarse al rol de asesino, pero no fue capaz de darse muerte. Se dijo que él no era quién para decidir acerca de su propio destino. Se dijo que, eso sí, era una herejía. Ahora sí se dirigió al pueblo, donde unas naves alienígenas lo detectaron y lo fulminaron. Su alma descendió a los infiernos, donde pasará el resto de la Eternidad.

20/8/07

Mi pobre angelito

El día que me recomendaron "Mi pobre angelito" me dijeron: "es la historia de un pibe que en Navidad se le va toda la familia de viaje y él se queda sólo en casa". Pensé, en ese momento, qué tenía de pobre el angelito. El angelito tenía la casa sola y eso, en mi vida, siempre fue una gran noticia. A Macaulay Culkin le ingresan dos delincuentes a la casa. Cuando yo, o algún amigo, tenía la casa sola, seguramente, entraban más de dos delincuentes. Y nunca se nos ocurrió llamarnos angelitos, y mucho menos, creernos pobres desgraciados por ello.

A Macaulay Culkin le dejaban la casa sola
bastante seguido, y quedo así


A los diecisiete años el hombre es feliz. Es la edad justa para experimentar la felicidad: ninguna preocupación por el futuro, necesidades básicas satisfechas -techo y comida-, escaso tiempo como para haber arruinado del todo la vida, y un momento de felicidad durante el año asegurado. Ese momento se desarrolla en el mismo instante en que vuestros padres os informan: ´´el fin de semana que viene nos vamos a X (el lugar no importa), ¿venís?´´. Ahí sí. La expresión de felicidad en el rostro es rápidamente reprimida: uno no debe jamás demostrar satisfacción ante la noticia. Lo mejor es dejar que la procesión marche por dentro. Por fuera uno pone cara de preocupación (juntando los dientes y suspirando para adentro) e inventa alguna excusa, sin demasiados artilugios: me quedo a estudiar, por ejemplo, no sirve. Estás hablándole al tipo que te concibió, sangre de tu sangre, a la mujer que te llevó en sus entrañas. No es fácil mentirle a esa gente. Lo ideal es, tal vez, llevar una fingida importancia por algún deporte. ´´No, me quedo porque tengo un torneo de paddle´´, es una buena mentira, y toda familia tiene alguna paleta dando vueltas, que uno puede, en determinados momentos, olvidar conscientemente sobre la mesa, como aportando elementos materiales a la coartada.

En general la noticia nos encuentra un miércoles por la tarde, a más tardar jueves. Es por eso que uno llega al viernes con una especie de excitación interna a punto de estallar. Pero la expectativa de un fin de semana con la casa sola es motivo suficiente para desarrollar una capacidad al borde de lo zen para no transmitir nada. Y, ojo, uno no odia a los padres, al contrario. Pero es evidente que hay cosas que, por mero pudor, uno no hace frente a ellos. Nadie tiene la confianza suficiente para vomitar vodka delante de su madre.

Pero ese fin de semana con la casa sola es como darle a una sociedad totalitaria un día de anarquía.

El miércoles, al enterarse, uno le avisa a sus amigos de confianza. Los miércoles uno es una persona responsable, que espera descontrolarse todo lo posible dentro de unos límites, por ejemplo, manteniendo la estructura de la casa en pie.

El problema es cuando el jueves tus amigos de confianza le avisaron a otros. Y esos otros a otros.

El gran problema es el viernes cuando, incluso vos, comenzaste a avisarle a cualquier desconcido por miedo a pasar todo el fin de semana solo en casa mirando el programa de Julián Weich. El hiper problema ocurre cuando te das cuenta de que le avisaste a demasiada gente. El síntoma de que te fuiste al carajo es cuando la puerta ya empieza a quedar abierta. Cuando entran y salen personas que nunca antes viste en tu vida, y cuando esas mismas personas empiezan a darle a los elementos de tu casa un nuevo funcionamiento. La maceta de la planta de mi vieja no es cenicero; mi perro no es un alcohólico capaz de beber más de dos tapitas de whisky; la paleta que está arriba de la mesa era para mentirle a mi madre, no para que improvisen una final de grand slam en la diminuta cocina; y el osito de mi hermanita menor, de eso estoy seguro, no es para lo que ahora lo están usando.

Eso, el viernes.

El sábado a la mañana uno se levanta compungido. Es lo más cercano a un sentimiento de culpa que uno experimenta a los 17 años. Más culpa que eso, a esa edad, sólo se experimenta en un choque donde destruiste el auto, o un embarazo. A los primeros dos que se durmieron en la bañera uno los levanta con respeto, con un dejo de admiración por el hecho de haber vomitado en un lugar que, si no es su función natural, al menos tiene un desagüe. Por ejemplo, el lavarropas no tiene cañerías, pero tiene un sistema de desagote. La cama, en cambio, no presenta ningún sistema sencillo de limpieza natural, y al que regurgitó en la cama uno no puede más que aprovecharse de su estado de embriaguez y golpearlo. Lo difícil es juntar botellas y limpiar vómitos con resaca: no tanto por el dolor de cabeza, sino más bien porque cada olor recuerda a bebida, y cada bebida despierta en el cerebro una función que, si hubiéramos comido algo en las últimas 18 horas, nos haría vomitar. Por suerte eso no pasa. Yo estoy convencido de que, cuando uno es feliz, no come.

El sábado entrada la tardecita comienzan a caer los primeros rehabilitados de la noche anterior. El tema es, inevitablemente, la noche anterior. Hay toda una corriente filosófico-lingüística destinada a estudiar la manera en que los hombres ´´nos decimos a sí mismos´´, ´´nos contamos´´. Yo creo que una de las experiencias más increíbles del humano es juntarse con los amigos que estuviste la noche anterior a tratar de reconstruir, entre lagunas mentales, qué fue lo que realmente ocurrió.

- ¿A qué hora te fuiste anoche?
- No, vengo de la pieza de tu hermana...me desperté ahí hace un rato
- Ah...¿vos fuiste el del oso?

Nadie sabe muy bien qué pasó. Es que la verdad, se sabe, es sólo una cuestión de perspectivas.

- Che...quedó una cerveza de anoche.

Puta madre. Uno lo sabe, pero es un idiota en el fondo. La casa ya es, al menos, un lugar habitable. Es cierto, sí, que han quedado lamparones en la pared, sillones agujereados con cigarrillos, ropa íntima en lugares inadecuados. Ya es sábado por la noche, y el plan era salir de la casa, dejarla que respire (no hay peor olor que la fermentación de diversas bebidas mezcladas con humo de tabaco). Pero es tan tentador. Una sola cerveza. Peor sería tirarla, porque dejarla ahí en la heladera haría sospechar de que ahí ocurrió una fiesta. Es un crimen. Pero también uno sabe que abrir una cerveza es sólo el primer paso a ir hasta el almacén de la esquina a comprar otra. En realidad uno manda un amigo, porque la vieja del almacén siempre le cuenta a tus padres: es como una abuela con cama afuera, que encima tiene el monopolio de la cerveza. Y peor si llegara a caer alguno que no vino a la fiesta, que encima venga en auto, y agarre unos envases y vaya hasta el supermercado más grande donde hay una promoción de una cerveza intragable a treinta y tres centavos menos. Una cerveza en la heladera es una mecha conectada a un barril de trotyl sobre el que estamos sentados; la punta de un iceberg al que dirigimos nuestro Titanic. Y, sin embargo, la abrimos. Hay momentos en la vida en que la conciencia de las consecuencias nefastas de un acto no alcanzan para evitar la estupidez.

Cuando a las tres de la mañana te encontrás borracho meando en el ligustrín de la vereda de tu casa, en ese segundo, te das cuenta que sos un estúpido. Miras a tu casa absolutamente desbordada, y lo ves con total claridad. Sos un estúpido, pero corrés hacia adentro para no perderte nada: sabés que son tus últimos momentos de felicidad antes de la mierda de la adultez responsable.

Este tipo Dios no era ningún boludo. Creó, creó, creó seís días y el domingo se quedó pancho descansando. Un joven de diecisiete años tiene tres días la casa sola, la destruye en dos noches, y al tercer día en vez de un merecídisimo descanso uno tiene la responsabilidad de dejarla en buenas condiciones. Bien podría dejar todo como está: la mancha roja en el tapizado de la cocina, los vasos por los lugares más recónditos de la casa, documentos de algún desprevenido, la extraña modificación del lugar habitual de los muebles (es extraño, pero luego de dos noches de fiesta adolescente los muebles adquieren la particular cualidad de movilizarse). Y, sin embargo, uno no acomoda todo por la culpa. Es más bien una inversión a futuro. Si nuestros responsables a cargo ven la casa así no son tantas las patadas en el culo por la suciedad, sino más bien por lo que pudo haber pasado. Si hay daikiri hecho en el lavarropas no es tan grave: lo grave es que la imaginación parental comienza a volar por lugares escabrosos, como si su propio hogar hubiese sido vejado por fiestas orgiásticas.

Con el tiempo uno le va tomando la mano a la cosa. Al principio yo hacía una limpieza exagerada: la casa estaba casi en mejores condiciones que cuando mis padres se habían ido, y lo único que podía llamar la atención eran los almohadones dados vuelta o la nueva disposición de los cuadros, estratégicamente colocados delante de las manchas. Pero volvemos a lo mismo. Uno no puede mentirle demasiado a los padres. En el fondo ellos saben que tus amigos estuvieron ahí. Obviamente, un orgullo interno por su hijo no les permite desconfiar directamente, pensar que su casa fue testigo de una fiesta escandalosamente atractiva, que, por ejemplo, el chico que les cargó nafta recién al entrar a la ciudad, el sábado a la noche estuvo durmiendo en esa misma mesa en la que ahora están apoyando sus bolsos. Por eso no es recomendable dejar todo reluciente: porque, nuevamente, es peor lo que se deja a la imaginación de los padres. Es necesario darles certezas de lo que allí ocurrió: cuatro vaso, cuatro platos, un poco de restos de comida, dos, a lo sumo tres envases de cerveza. Una pila de cuatrocientos cincuenta y dos vasos perfectamente relucientes no hablan de nuestra responsabilidad: hablan de que ha ocurrido una fiesta asquerosamente descontrolada, potenciada por las mentes padre-madre en cinco o seis veces su magnitud. La clave es dejar un equilibrado desorden que deje una evidencia material de cuanto pudo haber ocurrido si todo se hubiese desarrollado con normalidad. En algún sentido, hay que hacer como la CIA: todos sabemos que la agencia de inteligencia norteamericana se manda unas hijaputeces tremendas. Entonces ellos no se esconden tras un manto de pureza: cada dos, tres años, te desclasifican un archivo, te dicen que sí, que ellos trataron de matar a Fidel Castro y a casi todos los presidentes latinoamericanos que más o menos les caían mal. Pero entonces te ocultan una verdad más terrible tras otra que uno, con el tiempo, puede hasta tragar. Dejar una botella de cerveza arriba de la mesa, es decirle a tu vieja que, sí, su hijo toma cerveza. Pero también es una forma de ocultarle que, el sábado a la noche, su hijo se tomó un litro de clericó del jarrón de la dinastía Ming.




16/8/07

La pedantería del Sr. Castillo

ADVERTENCIA: SI USTED ESTÁ A PUNTO DE LEER "MADAME BOVARY" DE FLAUBERT, O TIENE PENSADO HACERLO EN UN FUTURO, SE RUEGA NO LEER EL SIGUIENTE TEXTO.

Estoy harto de los que se creen inteligentes. Los puedo odiar porque tengo autoridad moral: porque, ni por asomo, yo creo serlo. Usted dirá, con razón, que mi trabajo es más sencillo. Que, cuando uno es un imbécil, saberse imbécil es una tarea simple. Yo le diré que no se crea: que hay mucho imbécil dándose aires de inteligencia.

Leía "Madame Bovary", de Flaubert. Yo no leo para apreciar el bello estilo, ni para descubrir las analogías por detrás de los textos, ni por el placer de encontrarme representado en libros que, seguramente, no me tienen en cuenta. Cuando leo una novela, como es el caso, lo que busco es una introducción, un desarrollo y un desenlace. Y, sobre todo, busco que se encuentren en ese orden. Yo soy un imbécil, y la editorial Biblioteca Austral parece no haber notado que, cuando yo leo un libro, quiero enterarme del final...al final. Si yo me cruzara al idiota de Juan Bravo Castillo -editor y traductor- primero lo golpearía. Luego, el diálogo continuaría así:

- ¿Usted es imbécil, Sr. Castillo, por qué me cuenta en la página 286 que Emma -Madame Bovary- se muere?, ¿qué necesidad de creerse superior contando el final del libro en un pie de página en la mitad del mismo?
- Es que usted no entiende, lo bello del relato de Flaubert no consiste en la sucesión de acontecimientos, sino más bien...
- ¡A mí me importa un carajo lo que usted opine que es bello, Sr. Castillo!

Y, probablemente, lo golpearía de nuevo. Yo leo porque la primera página me da intriga acerca de la siguiente. Probablemente es una forma estúpida de considerar a la literatura. Pero así leo yo. Y no tiene por qué venir un pelotudo como Castillo a decirme lo que yo tengo que apreciar. Yo entiendo que El Quijote será una obra de la re putísima madre. Pero cuando yo lo leí, me importaba saber, entre otras cosas, si el tipo se iba a deschavetar del todo, si se daba la cabeza contra el molino y se moría, o si terminaba en un psiquiátrico.

Seguro que el Sr. Castillo le muestra a sus novias "yo publiqué a Flaubert", y le dice lo mucho que sabe de la obra del escritor francés. De lo que no sabe nada es de ilusiones. La verdad que ahora el libro ni me entusiasma. Antes la lectura del libro significaba una caminata hacia un lugar predestinado: yo sabía hacia dónde iba, pero podía elegir el camino. Gracias a su pedantería, Sr. Castillo, ahora viajo en tren: la via es una sola, y el destino ya lo se de antemano.

11/8/07

Un día en la vida de un forista

A veces, me aburro demasiado. Ingresé, por recomendación de algún amigo, en un foro de intercambio de archivos. La mayor parte del foro está dedicado a la informática, las películas y la música: sin embargo, los amigos foristas despuntan el vicio de hablar de política, literatura, etc., en un pequeño rincón destinado a dichos debates. Es, quizás, el menos concurrido de toda la página pero el que, por alguna razón, primero me llamó la atención.

Publiqué allí algunas respuestas a cosas que decían. El primer día fue nefasto: terminé la jornada “baneado” (además de todo, aprendí una gran cantidad de palabras nuevas: “baneado” quiere decir que se me bloquea el ingreso a la página). Según los moderadores, sujetos encargados de la custodia de la buena moral y las costumbres del lugar, el hecho de que mis textos hayan sido escritos con letra mayúscula, por un descuido, conspiraban contra las buenas relaciones entre cibernautas. Escribir con mayúscula, dicen, significa en el idioma cibernético la expresión de un grito. Formas de resignificar el lenguaje. La vida de “Bukowsky”, que era yo, había terminado en tan sólo un día.

Algunos trucos informáticos me fueron revelados para reingresar a la página. En vano, mi intento por aparecer bajo una nueva identidad, “Pierre Menard” el protagonista del cuento de Borges que intenta rescribir –no copiar –El Quijote, fue descubierto por las mentes tecnológicamente superiores a mi escasa noción de los códigos IP de las computadores. Al parecer, mi expulsión había sido motivo de trifulcas entre el grupo que regentea, el “staff”, dicha página (la cual, por algunas razones, no voy a nombrar). Previo pedido de disculpas y adaptación a las reglas, regresé bajo mi nuevo seudónimo: “Pierre Menard” volvía al ruedo.

Según comprendo ahora, tarde, la buena reputación de un forista no está dada por su intención de debatir, sino por la cantidad y calidad de aportes: así, los más aplaudidos usuarios de la página eran jóvenes dedicados a subir a Internet capítulos de series norteamericanas, programas viejos de televisión y películas recién estrenadas en el cine.

La discusión, en cambio, era motivo de repudio. La mala fama de mi usuario se extendía junto a la de mi amigo. Hubo momentos en que, sospecharon, mi amigo y yo éramos el mismo. Las quejas eran constantes: los “usuarios bien” exigían que fuéramos nuevamente expulsados. Parecía que todo lo que decíamos era una ofensa personal a cada uno. En una discusión acerca del peronismo, donde obviamente, ejercimos la defensa del componente popular del movimiento, fuimos acusados de iniciar una campaña política. Fue increíble, pero de pronto la discusión se había transformado en contar historias de abuelos perseguidos por el régimen: así, cada cual afirmaba tener un abuelo preso por no llevar la cinta negra en el brazo cuando se murió “esa prostituta” (según sus palabras). Reclamé por una historia un poco más formal: que no sean puras anécdotas de abuelos. Al poco tiempo, un candadito naranja terminaba con la discusión. La gente se enojaba cuando era llamada “gorila”: nadie, en el foro, quería ser etiquetado. Me gustó la idea: me divertía cómo gente que decía que en la villa son todos chorros no quería ser nombrada fascista. No los asusta tanto ser fascistas: pero los aterra ser nombrados fascistas. “La plata se puede hacer trabajando”, decía otro en una discusión sobre qué hacer con los ricos. Le pregunté si eso no era demasiado liberal, y me dijo que no, que él no era liberal ni marxista ni nada, que era simplemente un humano. A mí me pareció que no: que ser nada no es, justamente, la propiedad que caracteriza a los seres humanos.

Fuimos acusados de varias cosas. Pero una me llamó más la atención. Habíamos sido categorizados como “trolls”, quizás la mejor palabra que aprendí estando en ese foro. Al parecer, los trolls son personajes que hay en la red que ingresan en este tipo de foros a fastidiar a los demás, creando innecesarias controversias (la imagen junto al texto es una advertencia para no responder a dichos mensajes: “don´t feed the troll”). Confieso, ahora sí, que hubo momentos en que lo fui: pero que mi primera intención era encontrar un lugar para discutir algunas cosas. La reacción negativa de algunos, mayoría en el lugar, me volcó hacia el trollismo. Así, creamos con mi amigo un Ejército Revolucionario de Marta Holgado, y dedicamos mucho tiempo a corregir errores ortográficos que abundaban.

Hay un contador del tiempo que uno pasa conectado a la página. Hoy cumplí un día y algunas horas y he dejado para siempre el lugar. Desterrado y vuelto a aceptar por la comunidad, una discusión dedicada explícitamente a mi amigo y a mí arrojó entre sus comentarios una foto de Hitler junto a sus tropas, y la leyenda de que “somos muchos”. Justo estaba leyendo un ensayo de un psiquiatra sobreviviente de un campo de concentración, y la imagen me impactó demasiado. Se traspasó un límite y lo que me parecía divertido ya me resulta desagradable. Se jactará, aquél que la subió, de haberme expulsado. Me jactaré yo, por el contrario, de mantener algunos principios. No alcancé a ser “banneado” nuevamente, pues he decidido por mi cuenta retirarme. Quizás entre una vez más a dejar la dirección del blog. Quizás, mis vacaciones terminen mañana, y nunca más volveré a ser un forista.