4/10/09

Cuentos radicales I: La metamorfosis

¿Qué te pasa, MEC, estás nerviosa? Así no, viejo, ¿cómo que no hay literatura radical?

Vamos a presentar esta Antología de cuentos radicales, en el volúmen de hoy:

La metamorfosis.




Había una vez un señor que estaba en la habitación de su casa. El señor se disponía a levantarse, cuando comenzó a sentirse mal. Se sentó por un momento en su cama, y su vista comenzó a nublarse. Eligió un punto al azar para volver a recuperar la claridad de la visión: su póster de Evita y Perón casándose lo ayudarían. Fue allí cuando las cosas comenzaron a enrarecerse: allí donde sonreía Perón, una nueva cara se estaba formando. Era Don Hipólito Yrigoyen quien, en realidad, estaba en esa foto contrayendo matrimonio con Eva Duarte de Perón que, a esa altura, se llamaba en realidad Eva Duarte de Yrigoyen. Sacudió la cabeza, incrédulo, y volvió a mirar a Evita, quien también empezaba a sufrir una transformación: allí donde estaba ella, la cara de María Eugenia Estenssoro disfrutaba radiante de un próximo matrimonio con Hipólito Yrigoyen.

Lorenzo, como se llamaba el señor en cuestión, se levantó apresurado y dispuesto a afeitarse para pasar el mal trago. Abrió la canilla de la ducha para que el baño se llenara de vapor, y se mojó la cara en el lavatorio. Levantó su rostro para observar que todo estuviese normal, y la sorpresa lo hizo arrojar al suelo el vaso en el que estaban todos los cepillos de dientes: Lorenzo no tenía barba. Hubiera jurado que hacía siete días que no se afeitaba, y que hoy iba a hacerlo, para empezar su nueva vida laboral. En algún punto le vino bien, y se le ocurrió que había algo de peronismo en eso, que los síntomas de cosas tremendas puedan ser aprovechados como valores positivos. Lorenzo era, claro, peronista, y ese día empezaba a trabajar en la nueva gestión de la municipalidad. Así que mágicamente afeitado, sólo le restaba saludar a su mujer, tomar unos mates y caminar las doce cuadras que lo llevaban al municipio.

Cuando fue a besar a la Negra, como le decía cariñosamente, sintió que el mundo se le derrumbaba. Él nunca le había sido infiel, jamás se le había cruzado: con la Negra había más que amor, había una vida. Pensó en sus hijos, que dormían en la habitación de al lado. Se sintió una cucaracha humana, y comenzó a pensar en qué había hecho la noche anterior. Lorenzo bebía, sí, pero un vaso de vino con la comida. Nada cerraba, la Negra tenía que estar ahí, tal vez no durmiendo, pero sí en la casa. "Soy un hijo de puta, negra, un hijo de puta", decía en voz alta mientras se sentaba en la silla al lado de la cama. La mujer que ocupaba el lugar de su esposa, rubia y con una cara angelical, se dio vuelta y le acarició el rostro: "tranquilo, gordo, por ser hoy que empezás a laburar, yo seco el baño".

A punto de desmayarse, Lorenzo saltó de su silla y se pegó a la pared en busca de ayuda. La voz que salía de esa extraña mujer rubia era la voz de la Negra. "Gordo", le había dicho, como únicamente permitía que su mujer lo dijera. Aquella intrusa sabía que Lorenzo empezaba a trabajar hoy, y que todas las peleas con su mujer eran por ese baño que Lorenzo nunca, pero nunca, podía dejar del todo seco. A punto de estallar en un llanto, Lorenzo corrió hacia la cocina para calmarse, y la escena fue fulminante: un tipo vestido con una especie de uniforme, servía una bebida que parecía té a sus dos hijos -mellizos, ellos. Era un mayordomo. Era un mayordomo que le servía té a dos pibitos absolutamente refinados, que tomaban la taza de té -porque encima la tomaban, no la agarraban como agarraron el mate cocido que tomaron ayer- con el pulgar y el índice y levantaban, apenitas, el dedo meñique. Y no decían que tomar té era de putos, como había dicho el lunes pasado uno de los dos cuando el otro se enfermó y tomó un té. No. Usaban adjetivos como "delicioso", y decían cosas como "gracias". Ninguno puso las patas arriba de la mesa, y a pesar de que se zamparon un vaso de jugo de naranja casi entero, ninguno demostró sus habilidades para eructar. A Lorenzo le daba gracia eso, a pesar de que la Negra se enojaba.

Lorenzo quería que todo aquello fuera un sueño, que termine ya. Decidió que irse era lo mejor que podía hacer. Ya pensaría en quién era esa mujer con la voz de la Negra, esos dos chicos tan parecidos a los suyos, esa casa tan prolijamente ordenada. Ya se preguntaría qué hacía tan florecido ese jardín, tan impoluta esa biblioteca, tan silencioso ese barrio. Tomó su maletín, sus llaves y se dispuso a colocarse su sombrero. Lo sintió incómodo, como más liviano, y se acercó hasta un espejo.

Por primera vez, aquella mañana, Lorenzo gritó.

Cuando vio su cabeza adornada de una vieja boina radical, con una cinta roja allí donde él llevaba orgulloso una escarapela con el símbolo del Partido Justicialista, Lorenzo gritó: "¡soy un radical!".

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