1/7/09

Diario del fin del mundo

Compañeros pos-terrícolas:

Escribo esta carta por si logran recuperar lo que nosotros llamábamos Internet. No se los voy a explicar, investiguen. Les escribo para contarles cómo fue. Para que la derecha no les diga que destruimos el mundo por estatizar todo, porque el mundo giró a la izquierda, porque ese presidente, que encima era negro, provocó la debacle mundial, porque Latinoamérica se volvió socialista, o porque los musulmanes dominaron el mundo y lo destruyeron. Les escribo para prevenirlos, para contarles la historia de un Apocalipsis, para que no se la falseen y les propongan, luego, una salida mejorada, bien de derecha. Espero, compañeros pos-terrícolas, que a esta altura del mundo ya sepan lo que quiero decir con derecha, estatizar, Latinoamérica, musulmanes, izquierda y, sobre todo, compañeros.

El fin del mundo empezó con los chanchos, compañeros. Desconozco si en este mundo que ustedes viven, los chanchos ya habrán tomado el poder. Si es así, dudo que esta carta se publique en el New York Chanch: los medios de comunicación eran todo un tema para nosotros. Espero que hayan podido crear algún tipo de información alternativa: en el mundo que nosotros teníamos las cosas más o menos se filtraban. Aunque costaba. Decía que la empezaron ellos, los chanchos, con un virus: una gripe. Acá, en Argentina, le pusimos la Gripe A: no me hagan contarles qué es Argentina. No sé cuánto nos queda, y me llevaría mucho. Espero que hayan encontrado manuales, libros, documentos. No van a entender un carajo: eso era, un poco, la Argentina. Si me preguntan a mí, les digo solamente que Perón era un grosso. Para más datos, investiguen.

Sepan que no la vimos venir: nos parecía una gripe normal. La gripe era una enfermedad que habíamos logrado controlar mezclando químicos con recursos naturales. La gripe A nos sobrepasó. Teníamos una buena ciencia, compañeros, sabíamos muchas cosas. Acaso el día que esa ciencia se convirtió en un negocio para vender soluciones, empezamos a tejer el fin del mundo. No es hora de deslindar responsabilidades, no después de semejante derrota. Porque individualmente, también nos mandamos las nuestras. Algunos más previsores comenzaron a usar barbijos, una tela que nos poníamos delante de la cara para no contagiarnos ese virus, otros no saludaban con un beso y los extremistas ni con la mano. Muchos otros, quien les escribe por ejemplo, decidimos que preferíamos mantener la dignidad de una cara descubierta, de un beso correcto por las mañanas, de un apretón formal y sincero: fue una pelotudez, compañeros pos-terrícolas. Ojalá no se hayan inventado la idea de dignidad: los humanos teníamos una vida, una sola, e inventamos la dignidad para ponerle algo superior, algo que exigiría una muerte necesaria para conservarla. No se dejen engañar: primero vivan, después traten de vivir mejor.

Termino de escribir esto mientras por la ventana el fuego, las guerras y las muertes callejeras comienzan a poblar el paisaje. Cada cadáver es una amenaza. Paradójicamente, los más valientes, los que albergan esperanzas, todavía, son los más crueles. Incendian los cuerpos de los humanos sin vida para no transmitir el virus. Nunca confíen del todo en la esperanza. Pero ténganla siempre a mano.

Puede que encuentren discos o casetes con películas. Si no inventaron el DVD o la videocassetera, simplemente tírenlos. Si ya lo hicieron debo decirles que aquellos no constituyen documentos verídicos: los humanos nos habíamos inventado unas vidas confortables y previsibles. Entonces necesitamos ver cómo hubiésemos sido si nos librábamos a los impulsos. A eso le llamábamos ficción: imaginábamos buenas vidas, aventuras, historias, y las grabábamos para verlas. Sepan que jamás fuimos esos. Ni siquiera el fin del mundo fue tan heroico, tan espectacular. La vida cotidiana continuaba hasta hace dos días: el lunes antes del fin del mundo fui a pagar el cable, hablé por teléfono con gente, fui a trabajar, preparé un pre-proyecto para la facultad, miré televisión.

En este país desde el que les escribo, hablábamos tanto de esta gripe, que era un tema, como de unas elecciones que habían pasado. Espero que ya hayan inventado las elecciones: a nosotros era lo que mejor nos funcionaba. Había ganado un candidato que particularmente no me gustaba, y estaba triste por eso. Si hubiese sabido. Otras cosas nos entristecían: carecíamos de perspectivas finalistas, éramos inmortales, todo lo que hacíamos –pensar, querer, escribir, pelearnos, hacer política- lo hacíamos pensando en que no moriríamos mañana. Me acaba de llegar un mensaje de texto (ojalá no hayan inventado los celulares), un amigo me puso: “boludo, se acaba el mundo”. Le puse que sí, que era un garrón. Me contestó: “al menos no vamos a tener que gobernar en minoría”. Mi amigo ve las cosas en positivo: hubiera sido un gran sciolista (no puedo decirles quién era Scioli, porque todo lo que iba a ser estaba por verse). No voy a hablar más con ese amigo: me pone feliz que nuestra última charla fuese una boludez, éramos amigos por eso, no por los sentimientos y esas cosas que hubiésemos dicho de compromiso. De todas maneras, si hubiésemos previsto el final nos hubiéramos agrupado con los seres queridos. Algunos estábamos lejos de casa y no llegamos. Nos quedamos sin decir cosas.

Se la pasa bien en el mundo, pero siempre se la puede pasar mejor. Es una imposibilidad la que nos hace humanos. La gripe esta nos igualó. O es pa` todos la frazada o es pa` todos el invierno, decía uno, que era peronista. Esta vez no hubo frazada que alcance, ni siquiera para los pocos que ya la tenían. Fue un último acto de igualación humana: mientras los chanchos reían, ajenos, los humanos entendimos cosas. Vinimos iguales al mundo y nos fuimos sacando un empate. Lo que ganamos y lo que perdimos pasó en el medio. Ya no importa demasiado. Nos devoraron los de afuera. Los chanchos.