27/6/11

La metamorfosis




Cuando Gregorio Samsa se despertó de la siesta, después de un sueño intranquilo, se encontró en su sillón de ver televisión con una extraña sensación. Fueron unos segundos de vigilia, de esos que confunden el día y la noche, el sueño dominical reparador y el reposo semanal o, por qué no, la propia vida y la propia muerte. Estaba desparramado por todo el sillón, el brazo derecho había dejado de empuñar algo así como una remera, lo cual era raro porque él ya tenía otra puesta. Al costado del sillón, una botella de agua por la mitad, un libro apenas abierto y dos o tres diarios. Fue este último dato lo que le permitió reconocer la temporalidad: estuviese donde estuviese, los dos o tres diarios sólo podían corresponder a un día domingo. Ubicarse en el tiempo no bastó para calmar a Gregorio Samsa. La ropa le molestaba, el olor del ambiente era raro, la televisión emitía un sonido muy parecido a la anarquía, tal vez una película sobre alguna guerra. La sensación era de incomodidad. Una incomodidad que podría ser física. Pero que, en verdad, era la alteración que sufre el obsesivo ante el desorden. Para Gregorio Samsa había algo, en ese universo en el que se estaba despertando, que estaba fuera de lugar.

Pero somos nuestro pasado, y Gregorio pensó inmediatamente que su molestia era (otra vez) física:

- La concha de la lora, me volví a convertir en un cascarudo – gritó, más ofuscado que con violencia.

Fue una manifestación de impotencia y casi de resignación. Gregorio Samsa volvió a sentir que un descanso – esta vez mucho más vespertino – resultaba en su conversión física al reino de los insectos. Pensó que tal vez era alguna forma de castigo divino, pero apartó las consideraciones metafísicas para ir a algunas mucho más prácticas. ¿Cómo sería vivir como un hombre que determinados días se levanta siendo un insecto? Fue entonces que pensó que lo más terrible de amanecer siendo aleatoriamente un humano o un insecto era, justamente, la cuestión de la aleatoriedad.

- Vivir siendo un insecto – reflexionó, para sí, Samsa – es un inconveniente. No lo es para los insectos, claro, pues intuyo carecen de la conciencia del Ser. Pero sí podría serlo, eventualmente, para alguien con el espíritu humano y la apariencia física de un bicho bolita. De todas maneras, ser un insecto, con o sin conciencia de ello, no se asemeja a la terrible tragedia de ser, algunos días, un humano. Y despertarse, otros, portando patas, antenas y mucosas varias. Más dramático aún: cómo vivir sin saber qué días serán de los primeros y cuáles de los segundos.

Gregorio Samsa estaba inmiscuído en estos dramas prácticos de su vida como doble entidad cuando el teléfono comenzó a sonar. Su reacción más racional hubiese sido ignorarlo. Después de todo, era un cascarudo que carecía de la posibilidad de comunicarse a través del lenguaje, por no mencionar las imposibilidades físicas de levantar el tubo. Pero fue una reacción paradójicamente instintiva la que le devolvió humanidad. Allí levantó Gregorio su brazo derecho para callar el timbre del teléfono, cuando notó, negando sus consideraciones previas, sus cinco dedos humanos. Antes de entregarse a creer que ni siquiera la metamorfosis había sido completa, y que tal vez se habría convertido en una estación intermedia entre un humano y un insecto, levantó su mano izquierda y suspiró aliviado.

Gregorio Samsa todavía era un humano.

Sólo así pudo Gregorio utilizar sus flamantes manos para refregarse los ojos, salir del estado de semivigilia en el que se encontraba e ignorar, ahora sí intencionalmente, el ruido del teléfono. Tenía que descubir qué era aquello que todavía lo incomodaba. Se paró frente al espejo para chequear por última vez que su tormento no fuese realmente físico y comprobó que no. Su cuerpo era el mismo que el de antes de quedarse dormido en el amplio sillón del living. Miró los diarios, por encima, buscando alguna noticia fuera de lugar. Levantó la persiana, sacó la cabeza, esperó que la respuesta estuviera en la calle. Pero vió apenas una pareja cruzando por la mitad de la cuadra, abrazados hasta fundirse casi en un sólo pulover, tanto era el frío. Verlos le disparó una segunda hipótesis. Descartada su conversión a un cascarudo, Samsa imaginó que la siesta de la que se había levantado obedecía en verdad a una ruptura sentimental. Reconstruyó su vida, sus recuerdos más cercanos. Ató los cabos, utilizó las piezas que tenía a su alcance: no era más que un fumador social, y sin embargo había una gran cantidad de cigarrillos apagados. Las persianas bajas, el televisor azarosamente en uno de esos canales que no se miran nunca. Una remera a la que vislumbraba blanca, arrojada en el piso, señal de había sido utilizada como trapo. Entonces acercó uno de sus – humanos, afortunadamente – dedos a su rostro, y lo sintió: lágrimas. Fue un instante cercano a la felicidad, a una felicidad cierta por lo que tuvo de posterior angustia. Esa sensación mucho más agradable que es la certeza de la tragedia frente a la mera incertidumbre.

El teléfono dejó de sonar, alguien lo dejó de intentar, y quizás era ella. Aferrado a su breve certeza, Gregorio Samsa se dirigió a su habitación a continuar el debido proceso del duelo, cuando escuchó un golpe en su puerta, y su voz. Samsa acomodó unos cuantos pensamientos. Supuso que la pelea no había terminado. Que se habían dado un momento para salir, pensar, cambiar el aire. Él no lo habría aprovechado, pues la siesta lo había confundido el doble. Quizás, aventuró, la pelea había comenzado por teléfono y se habían comprometido a darle un desenlace cara a cara.

- Vamos a comer a lo de mamá – gritó ella, y continuó golpeando la puerta.

Gregorio Samsa a foja cero. Otra vez, esa incomodidad ontológica y absoluta exigía una respuesta. Volvió a su sillón, y olvidó por completo a quien hasta hace unos momentos era el motivo de sus desgracias. Ella continuó tocando el timbre, golpeando la puerta, emitiendo unas constantes alertas. Que se iría sola, que siempre era lo mismo, que así no podía ser. Vaya a saber cómo, tan absorto en sus cavilaciones, pudo Samsa escuchar esto último y coincidir: así, seguramente, no podía ser.

Continuó sus pesquisas existenciales, se acercó a la cocina, levantó unos platos viejos y la respuesta sin aparecer. Pasaban las horas y la incomodidad lo quemaba por dentro. Comenzaba a sentir, verdaderamente, que se transformaba. Otra vez: no en un insecto. Sus manos seguían allí, sus pies incapaces de adherirse a superficies, sus pulgares intactos, su alimentación humana, sus costumbres también. Sentía otra forma de metamorfosis. Sentía, particularmente, algo dentro suyo que dejaba de existir. Eso lo hacía una nueva persona. Había alguien que se había desparramado sobre ese sillón para una siesta. Y había, luego, otra persona que se había levantado. Los diferenciaba una cosa mínima, impalpable, imposible de ser vista por terceros y por él mismo. Algo que no le permitía, como aquella otra vez, simplemente abrir la puerta de su dormitorio y mostrarse trastornado en su apariencia física. El problema era existencial y no había nadie a quién acudir.

Intentó lo último: volver a dormir. Pensó en hacerlo nuevamente en el sillón de ver la televisión. Quizás allí hubiese quedado aquello que, sentía, estaba perdiendo poco a poco. Tomó la remera blanca entre sus brazos, acomodó una campera que hacía las veces de almohadón. La angustía de una pérdida, a la cual ni siquiera nombre había podido ponerle, no le permitía dormir. Apagó el televisor, todavía en uno de esos canales imposibles, sin siquiera observar la hora. Dejarlo encendido podría desvelarlo. Ya era demasiado con la ansiedad por esa noche, por levantarse al día siguiente. Como un niño esperando, en la oscuridad de la noche, despertar lo más temprano posible para certificar el furtivo paso de los generosos Reyes Magos. Así Gregorio Samsa, en el recuerdo de esa infantil situación, concilió el sueño. Con la incertidumbre, aún, de saberse distinto. Había algo que faltaba, y faltaba hacía unas horas.

Cuando Gregorio Samsa se despertó, incómodo otra vez, entre sueños proféticos, cuando aún no había amanecido y el resto de la ciudad dormía plácidamente, se encontró sobre su sillón de ver la televisión convertido en hincha de un club de la B Nacional.

24/6/11

El Ninja, conversaciones irreverentes con El Hincha Encapuchado


Fue lo más cercano que estuve a sentirme Rolando Graña. El Hincha Encapuchado me recibe en su despacho, es amplio, las paredes color pastel, algunos posters viejos, mayoritariamente de El Gráfico, la luz es bajísima. Es viernes en la mañana y El Hincha Encapuchado todavía permanece en estado de shock. Charlamos sobre generalidades, me manifiesta sus preferencias respecto al vice de Cristina Fernández y me ofrece algunas bebidas. Sabe que el tema está definido de antemano pero, como un niño en la sala de espera de un doctor, inventa un mundo imaginario donde él no es él. Donde El Hincha Encapuchado no es el sujeto que agujereó el alambrado para interpelar de forma violenta a los jugadores de River en medio del partido. Los minutos pasan, la situación es cada vez más tensa. Llegué hasta allí con una venda en los ojos, uno de sus asistentes me pidió amablemente que me la colocara. Los postigos de las ventanas están cerrados para que no pueda identificar el lugar. El Ninja, como se le conoce desde hace unas pocas horas, termina de divagar, pone sus manos sobre el amplio escritorio, me mira fijo a la cara y me espeta:

- Entonces hice lo que tenía que hacer – asevera, como quien viene de una conversación interna, como si hubiese tenido ensayada la respuesta a una pregunta que no hice.

- Conmigo no, Ninja – le digo de todas maneras, quizás haciendome con algo más de confianza de la que debía. El Ninja empuña algún tipo de arma, de la cual no puedo dar más precisiones que éstas: si tira del gatillo sobre el que posa el dedo, tengo altas chances de recibir una bala en el lugar donde Estenssoro tiene un sueño (a saber: entre ceja y ceja).

- Claro, con Obama fuiste condescendiente porque te recibió en la Casa Blanca, pedazo de pancho – el “pedazo de pancho” final me desconcierta, pero intento concentrarme en su argumento anterior que es, por cierto, bueno.

- No fui condescendiente. Creo de hecho que violó la soberanía de un país, que...

- Mirá, gato – deja el revólver sobre la mesa, y su ofensivo “gato” me resulta menos amenazador – yo leo tu blog.

- Gracias – pretendo un acuerdo que salve mi vida.

- Gracias las pelotas, cabeza de tacho – no accede, intuyo, a mi propuesta de acuerdo -. Yo leo tu blog y vos dijiste que la excepcionalidad es constitutiva.

- No lo dije yo, lo habrá dicho Schmitt, en todo caso.

- Me importa un carajo quién lo dijo, si hace falta lo traemos al lavataper ese acá también.

- Se te va a complicar.

- No me tomés el pelo – acaricia el revólver.

- ¿Querés que justifique lo que hiciste? Lo justifico – él asiente, pero me sale el eppur si muove de adentro – …después de todo vos tenés el arma. El Ninja estaba enfundando su pistola y dispuesto a dar por terminada la conversación, cuando se vuelve, mi justificación sobre su legitimidad por el monopolio de la violencia no termina de convencerlo. El Ninja, parece, tiene una concepción más gramsciana que la simpleza weberiana del arma en su zurda.

- No. Así no – retoma su posición inicial. Me pide con la mirada y el caño del arma que desarrolle la idea.

- Es la única justificación que te puedo dar. La falsa. No hay otra para entrar a un partido, interrumpirlo, agredir a tus propios jugadores. Podés inventarle una causalidad a que entraste vos y River mejoró, pero es indemostrable. River mejoró porque tenía que hacer un gol, porque quedaba menos tiempo, por veinte factores más.

- En realidad, nunca pedí que me justifiques. Tampoco que nadie entienda. Lo que hice estuvo mal porque tiene que estar mal, porque necessitas non habet legem.

- ¿Qué? - me sorprende.

- Porque la necesidad carece de ley – dice, majestuoso, cuando quiero interrumpirlo en señal de indignación. Pero entonces, continúa, schmittiano: porque a la continuidad de la Historia hay que interrumpirla de vez en cuando. Y esa ruptura es irracional, es trágica, es... – piensa la palabra adecuada – sobre todo, es y sólo es, si es incomprensible.

- Pero, aún asumiendo que eso fuera cierto, ¿quién te otorga el poder de ser el intérprete de esa necesidad de la Historia?, ¿quién te convierte en el soberano que decide sobre la excepción?

- ¿Poder?, ¿soberano? Qué putito resultaste. Acá no estamos hablando ni de poder ni de soberanía. Acá no importa la potestas sino la autorictas, papá. La soberanía se consigue, se funda en algo, no importa en qué. La soberanía es para los panchos como vos. La autoridad, en cambio, se arroga. ¿Quién me dio la autoridad para entrar y hacer eso? Nadie... yo. Todos.

- O sea que ser más pulenta que los demás te otorga la autoridad suprema – le escupo, a riesgo de perder mi vida – No disfraces la irracionalidad estúpida con lo valentía de lo constitutivo.

- No, la valentía no está ahí. La valentía existe en la irracionalidad pero no es física – se rasca la cabeza, nervioso, amaga con abandonar el diálogo, pero arremete. Algunos nacieron para ser Jesús, los salvadores, quizás para hacer el gol de la resurrección - ojalá – en el minuto 90. Es un buen papel a interpretar. Pero hay que tener la humildad suficiente, también, para animarse a ser Judas.

- ¿Vos sos Judas?

- No, Pierre Menard – se arroja, sin ironías.

- ¿Pierre Menard?

- El Pierre Menard de Judas. Yo no quiero ser otro Judas, lo cual es fácil, sino Judas.

- ¿Por qué Judas?

- Porque la existencia de Judas es contigente.

- Es mentira, sin Judas no hubiesen encontrado a Jesús.

- Esa es la mentira. ¿No encontrar a alguien?, ¿en Jerusalén en el año 0?, ¿dónde se escondía, en el cine? Judas es innecesario. Está allí sólo a efectos de graficar algo: por eso se puede ser Judas sin incurrir en una tautología. Por eso la excepción para ser verdadera, para ser una interrupción absoluta de la Historia, para que sea desgarradoramente incomprensible, tiene que venir de la autorictas y no de la potestas. Es falsa la idea que revaloriza a Judas como un emergente necesario de la estructura. Casi que todo lo contrario: Judas y yo, El Ninja, somos la potencia máxima de la agencia, la demostración empírica que la agencia se le para de manos a la estructura y la arranca los trapos, si quiere.

- Entonces querés una reivindicación de eso.

- Al contrario. Necesito el repudio absoluto para que la Historia sea. Para que haya un Judas solo que ordene la estructura. Una vez, cada 2000 años.

- No me queda claro, igual, para qué. Si Judas intervino para graficar que hay que intervenir, quiere decir que Judas existió para que existas vos... ¿me estás diciendo que a Jesús lo crucificaron para que zamarrees a Adalberto Román?

- El Barba...obra de formas misteriosas, capo.

- Y vos... ¿para qué existís?, ¿ganamos el domingo?

- No creo que yo exista para que ganemos el domingo. Veremos dentro de 2000 años...para qué existo. Por lo pronto para repudiarme si perdemos el domingo. No está nada mal, en principio.


6/6/11

Continuidad de los péndulos



No alcanza con Caruso Lombardi. No alcanza con haberle pedido – en vivo: porque el vivo es el único lugar del programa – a la producción que lo llame. No alcanza con que Caruso haya venido. Pasa el segmento del Chino Benítez, que consiste en denunciar que Palermo lo hizo echar de Boca. Incomprobable, como todo lo que allí acontece. Es un mal termómetro Benítez: si Fantino se queda en él, si Fantino le pide que repita eso (cuando Fantino te pide “repetí eso”, el programa se traslada allí, le ha interesado el tema y navegaremos por ese océano unos minutos) quiere decir que no hay temas nuevos, que la fecha fue insuficiente, que no hay un buen escándalo, ni siquiera alguna operación trascendente que haya que instalar.

Luego, uno de los clivajes que atraviesa el programa. Un clivaje más superestructural y alejado de las operaciones que el resto. Estalla la tensión entre el jugador de fútbol devenido en periodista deportivo, y el periodista deportivo a secas. El debate por las corporaciones desgarra la pantalla: los jugadores versus los periodistas. El haber “pisado un vestuario” se transforma en un activo que enarbolan los jugadores – en la voz de Ruggeri y sus pocas veces fiel ladero, el Chino Tapia -, frente a la defensa de una neutralidad valorativa matizada, casi habermasiana, del periodista deportivo. Es el propio programa, carente de maquillajes y códigos, el que desnuda esa imposibilidad de la objetividad, allí donde sus procedimientos empírico análiticos no dan cuenta de la referencia de la vida en la que se encuentran. O, en otras palabras: “vo´ so´ amigo de lo´ jugadore´, por eso decís eso”. Cuando el debate recrudece, las acusaciones pasan a un nivel más rico: se arrojan carpetas con prontuarios y recibos de sueldo. Casi todo, sin ningún sustento que permita probar la acusación. En el programa de Fantino, la carga de la prueba es directamente proporcional al volumen de la voz con la que se emite el enunciado. Si 678, dicen, llevó el debate que estaba en la calle a la televisión, El programa de Fantino lo hizo sin ningún tipo de mediación. Lo llevó como es en la calle: de a siete personas gritando incoherencias al mismo tiempo, acusando infundadamente, haciendo de los rumores una verdad asertiva.

Entonces el pequeño bloque de Anello. Un personaje exagerado que extrae su legitimidad de ser “el conocedor de la B Nacional”. La ortodoxia de Fantino esboza ante esta aberración una explicación desesperada. Asume que esa caricaturización, esa pornográfica venta de Daniel Vila, en tanto que dueño del canal y candidato autopromocionado a suceder a Julio Grondona, es el precio que paga el artista para poder continuar su obra. Es la taqiyya: la estrategia de los shiitas duodecimanos de ocultar sus verdaderas creencias ante el poder de turno, para seguir adorando en privado al Líder Oculto. Pasa, sin pena ni gloria, ese espacio de publicidad no tradicional. Entonces el programa recupera su rumbo.

Cuarenta minutos, acaso, han sido suficientes para que el debate por el fútbol en tanto que juego quede dispensado (un debate por el fútbol donde ya se entremezclan los problemas dirigenciales, donde fantásticamente los goles son más una presencia de la ausencia, donde la principal discusión es el arbitraje, donde las sentencias sobre las malas actuaciones son hermosamente descalificadoras, donde predomina la defensa corporativa y la conservación de las amistades previas por sobre la supuesta cientificidad de otros analistas). Entonces se opacan las enormes figuras de Ruggeri y Tapia, el reciente Dalla Líbera, y comienza un despliegue que bordea lo mágico. El programa de Fantino es un in crescendo constante. Arranca alto si los resultados lo acompañan: si River y Boca, básicamente, pierden. Si no, es una monotonía de genialidad hasta la explosión final.

Días como los de anoche, con resultado positivo para Boca, y un suficiente empate para River, quien despierta cierto espíritu magnánimo hasta en El programa de Fantino (lo cual es trágico), dejaron abierta la puerta para la imaginación. Entonces, por un recoveco que nadie nunca osó pensar que existía, por el lugar donde habitan las hadas, los conejos de la suerte y el socialismo real, ingresa la discusión geopolítica mundial al programa. Alejandro, sus dos materias de Sociología a cuestas, monopoliza la palabra y denuncia, con una seriedad que conmueve hasta el llanto, al Grupo Bildelberg. Sus vínculos con Julio Grondona. La alegría es colectiva.

El Grupo Bildelberg puso a Obama. Y está, dice Alejandro, dominado por Herry Kissinger: “la poronga (sic) más grande del mundo, si me disculpan la expresión”. Esta gente, continúa Alejandro, es la que inventó la Unión Europea, y ahora lo banca a Grondona. Esta gente, sube la apuesta, es la Corte Suprema del mundo. Estamos luchando contra este poder mundial...”con una gomera”.

Hay un libro de Umberto Eco, de esos pocos libros que Umberto Eco escribe para que lo entienda el resto de la Humanidad y no para demostrarnos su genialidad. Se llama El péndulo de Foucault y es un gran libro. Cuenta la historia de Casaubon, un filólogo e historiador que debe realizar una recopilación sobre esoterismo, ocultismo y teorías conspirativas. Entonces inventa, junto con sus dos compañeros de editorial, un Plan: una teoría conspirativa que abarca al resto de ellas, que las incluye y las explica. El juego, al principio imaginario, se vuelve real: el Plan, claro, en verdad existe.

Justicia poética sería que la lucha de El programa de Fantino contra el Grupo Bilderberg en verdad fuese real. Que de un día para otro no pueda darse con el paradero de un Distasio, que el Chino Benítez sufra inconvenientes con la Justicia, que una maldición recaiga sobre Toti Pasman. Que no sólo estemos frente a un programa de televisión extraordinario, sino a un espacio de resistencia frente a una corporación con aspiraciones de dominio mundial.

Un periodista que durante la semana conduce un programa de gatos
El que hace lobby por el dueño del canal.
Un periodista acusado de haber estado financiado por Aguilar durante años.
El condenado a tenerla adentro por Dios.
Dos ex jugadores que se ofertan públicamente a dirigir.
El periodista que conoce el Mundo Boca.
Un técnico que vive recordando una camarilla que lo dejó afuera del club.
El invitado que no termina de entender lo que pasa en el programa.
Alguna figura caída en decadencia.
Esas personas, el domingo a la noche, están salvando el mundo.