Cuando Gregorio Samsa se despertó de la siesta, después de un sueño intranquilo, se encontró en su sillón de ver televisión con una extraña sensación. Fueron unos segundos de vigilia, de esos que confunden el día y la noche, el sueño dominical reparador y el reposo semanal o, por qué no, la propia vida y la propia muerte. Estaba desparramado por todo el sillón, el brazo derecho había dejado de empuñar algo así como una remera, lo cual era raro porque él ya tenía otra puesta. Al costado del sillón, una botella de agua por la mitad, un libro apenas abierto y dos o tres diarios. Fue este último dato lo que le permitió reconocer la temporalidad: estuviese donde estuviese, los dos o tres diarios sólo podían corresponder a un día domingo. Ubicarse en el tiempo no bastó para calmar a Gregorio Samsa. La ropa le molestaba, el olor del ambiente era raro, la televisión emitía un sonido muy parecido a la anarquía, tal vez una película sobre alguna guerra. La sensación era de incomodidad. Una incomodidad que podría ser física. Pero que, en verdad, era la alteración que sufre el obsesivo ante el desorden. Para Gregorio Samsa había algo, en ese universo en el que se estaba despertando, que estaba fuera de lugar.
Pero somos nuestro pasado, y Gregorio pensó inmediatamente que su molestia era (otra vez) física:
- La concha de la lora, me volví a convertir en un cascarudo – gritó, más ofuscado que con violencia.
Fue una manifestación de impotencia y casi de resignación. Gregorio Samsa volvió a sentir que un descanso – esta vez mucho más vespertino – resultaba en su conversión física al reino de los insectos. Pensó que tal vez era alguna forma de castigo divino, pero apartó las consideraciones metafísicas para ir a algunas mucho más prácticas. ¿Cómo sería vivir como un hombre que determinados días se levanta siendo un insecto? Fue entonces que pensó que lo más terrible de amanecer siendo aleatoriamente un humano o un insecto era, justamente, la cuestión de la aleatoriedad.
- Vivir siendo un insecto – reflexionó, para sí, Samsa – es un inconveniente. No lo es para los insectos, claro, pues intuyo carecen de la conciencia del Ser. Pero sí podría serlo, eventualmente, para alguien con el espíritu humano y la apariencia física de un bicho bolita. De todas maneras, ser un insecto, con o sin conciencia de ello, no se asemeja a la terrible tragedia de ser, algunos días, un humano. Y despertarse, otros, portando patas, antenas y mucosas varias. Más dramático aún: cómo vivir sin saber qué días serán de los primeros y cuáles de los segundos.
Gregorio Samsa estaba inmiscuído en estos dramas prácticos de su vida como doble entidad cuando el teléfono comenzó a sonar. Su reacción más racional hubiese sido ignorarlo. Después de todo, era un cascarudo que carecía de la posibilidad de comunicarse a través del lenguaje, por no mencionar las imposibilidades físicas de levantar el tubo. Pero fue una reacción paradójicamente instintiva la que le devolvió humanidad. Allí levantó Gregorio su brazo derecho para callar el timbre del teléfono, cuando notó, negando sus consideraciones previas, sus cinco dedos humanos. Antes de entregarse a creer que ni siquiera la metamorfosis había sido completa, y que tal vez se habría convertido en una estación intermedia entre un humano y un insecto, levantó su mano izquierda y suspiró aliviado.
Gregorio Samsa todavía era un humano.
Sólo así pudo Gregorio utilizar sus flamantes manos para refregarse los ojos, salir del estado de semivigilia en el que se encontraba e ignorar, ahora sí intencionalmente, el ruido del teléfono. Tenía que descubir qué era aquello que todavía lo incomodaba. Se paró frente al espejo para chequear por última vez que su tormento no fuese realmente físico y comprobó que no. Su cuerpo era el mismo que el de antes de quedarse dormido en el amplio sillón del living. Miró los diarios, por encima, buscando alguna noticia fuera de lugar. Levantó la persiana, sacó la cabeza, esperó que la respuesta estuviera en la calle. Pero vió apenas una pareja cruzando por la mitad de la cuadra, abrazados hasta fundirse casi en un sólo pulover, tanto era el frío. Verlos le disparó una segunda hipótesis. Descartada su conversión a un cascarudo, Samsa imaginó que la siesta de la que se había levantado obedecía en verdad a una ruptura sentimental. Reconstruyó su vida, sus recuerdos más cercanos. Ató los cabos, utilizó las piezas que tenía a su alcance: no era más que un fumador social, y sin embargo había una gran cantidad de cigarrillos apagados. Las persianas bajas, el televisor azarosamente en uno de esos canales que no se miran nunca. Una remera a la que vislumbraba blanca, arrojada en el piso, señal de había sido utilizada como trapo. Entonces acercó uno de sus – humanos, afortunadamente – dedos a su rostro, y lo sintió: lágrimas. Fue un instante cercano a la felicidad, a una felicidad cierta por lo que tuvo de posterior angustia. Esa sensación mucho más agradable que es la certeza de la tragedia frente a la mera incertidumbre.
El teléfono dejó de sonar, alguien lo dejó de intentar, y quizás era ella. Aferrado a su breve certeza, Gregorio Samsa se dirigió a su habitación a continuar el debido proceso del duelo, cuando escuchó un golpe en su puerta, y su voz. Samsa acomodó unos cuantos pensamientos. Supuso que la pelea no había terminado. Que se habían dado un momento para salir, pensar, cambiar el aire. Él no lo habría aprovechado, pues la siesta lo había confundido el doble. Quizás, aventuró, la pelea había comenzado por teléfono y se habían comprometido a darle un desenlace cara a cara.
- Vamos a comer a lo de mamá – gritó ella, y continuó golpeando la puerta.
Gregorio Samsa a foja cero. Otra vez, esa incomodidad ontológica y absoluta exigía una respuesta. Volvió a su sillón, y olvidó por completo a quien hasta hace unos momentos era el motivo de sus desgracias. Ella continuó tocando el timbre, golpeando la puerta, emitiendo unas constantes alertas. Que se iría sola, que siempre era lo mismo, que así no podía ser. Vaya a saber cómo, tan absorto en sus cavilaciones, pudo Samsa escuchar esto último y coincidir: así, seguramente, no podía ser.
Continuó sus pesquisas existenciales, se acercó a la cocina, levantó unos platos viejos y la respuesta sin aparecer. Pasaban las horas y la incomodidad lo quemaba por dentro. Comenzaba a sentir, verdaderamente, que se transformaba. Otra vez: no en un insecto. Sus manos seguían allí, sus pies incapaces de adherirse a superficies, sus pulgares intactos, su alimentación humana, sus costumbres también. Sentía otra forma de metamorfosis. Sentía, particularmente, algo dentro suyo que dejaba de existir. Eso lo hacía una nueva persona. Había alguien que se había desparramado sobre ese sillón para una siesta. Y había, luego, otra persona que se había levantado. Los diferenciaba una cosa mínima, impalpable, imposible de ser vista por terceros y por él mismo. Algo que no le permitía, como aquella otra vez, simplemente abrir la puerta de su dormitorio y mostrarse trastornado en su apariencia física. El problema era existencial y no había nadie a quién acudir.
Intentó lo último: volver a dormir. Pensó en hacerlo nuevamente en el sillón de ver la televisión. Quizás allí hubiese quedado aquello que, sentía, estaba perdiendo poco a poco. Tomó la remera blanca entre sus brazos, acomodó una campera que hacía las veces de almohadón. La angustía de una pérdida, a la cual ni siquiera nombre había podido ponerle, no le permitía dormir. Apagó el televisor, todavía en uno de esos canales imposibles, sin siquiera observar la hora. Dejarlo encendido podría desvelarlo. Ya era demasiado con la ansiedad por esa noche, por levantarse al día siguiente. Como un niño esperando, en la oscuridad de la noche, despertar lo más temprano posible para certificar el furtivo paso de los generosos Reyes Magos. Así Gregorio Samsa, en el recuerdo de esa infantil situación, concilió el sueño. Con la incertidumbre, aún, de saberse distinto. Había algo que faltaba, y faltaba hacía unas horas.
Cuando Gregorio Samsa se despertó, incómodo otra vez, entre sueños proféticos, cuando aún no había amanecido y el resto de la ciudad dormía plácidamente, se encontró sobre su sillón de ver la televisión convertido en hincha de un club de la B Nacional.