16/9/12

Carta de Juan



En el fondo del patio está el jardín excesivamente prolijo, la pared de ladrillos tomada por una enredadera, un cantero poblado de flores equidistantes entre sí, una mesa redonda justo en el medio, pequeña, suficiente para apoyar la pava, el mate, algunos libros. No hay nada espontáneo ni azaroso, todo planificado a su manera y con disciplina militar.

Por el costado de la casa se ve el terreno baldío de enfrente y más allá la ruta por la que llegaron, hace tanto. El primer destino había sido Bahía Blanca, aunque él hubiese preferido Chubut. Arribaron con lo puesto, un coche que le prestó un camarada de armas y una casa que Juan se comprometió a comprar cuando recobrara su pecunio. Pero los primeros días fueron una pesadilla, la omnipresencia de la Marina, los coches apostados en su casa por las noches, los ruidos extraños cerca de las ventanas. Una tarde decidieron partir, alguien de su confianza le ofreció una chacra en Punta Alta, no muy lejos de allí pero lo suficientemente aislados como para cumplir su promesa de paz. 

Apagó el cigarrillo sobre un cenicero – predicaba con el ejemplo el cuidado del césped incluso cuando no había nadie que pudiera verlo – tomó uno de los libros e intentó concentrarse sin demasiado éxito. Lo fulminó un destello de nostalgia, acaso por el contexto de un día gris, casi lluvioso. Se sintió más pesado que de costumbre, como si el impulso natural de moverse ahora se transformara en una decisión y un cálculo económico de energía. Levantó los ojos para poder mirar la ruta, como si observándola detenidamente se encontraran acaso mejor los recuerdos. Los sintió, es metáforico pero debe reconocerse que incluso las palabras tienen consecuencias físicas, acercarse. Una riada de historias pasadas le inundó los pensamientos. La recordó, y la recordó como si no los separara apenas unos simples metros, como se recuerda a quien ya no está, en aquellas primeras cenas en su departamento, su sonrisa tímida. Pensó en esos momentos como en un cruel acto del destino que amalgamó dos momentos que no tienen por qué encontrarse, que en las vidas de otros se repelen. A él le sucedieron simultáneos, si el oxímoron no es muy vulgar: por un lado, el éxtasis de quien se cruza azarosamente con el amor de su vida; por otro, la debacle de su carrera profesional y con ella su vocación. 

La escuchó quejarse, adentro de la casa, y tuvo esa sensación que se padece en los sueños: la total inacción. La imposibilidad de ejecutar las tareas que ordena la voluntad. Atormentarse de recuerdos es una tarea cruel. La pesadumbre que lo estaba abatiendo tenía el sabor de algo más, un obstáculo del orden de lo metafísico. Pensó, para resolver lo que le pasaba – porque pensaba así, para resolver – en un escritor cuyo nombre no pudo recordar y revolvió los libros que tenía sobre la mesa. Buscaba, sabiendo que no estaba allí, ese ejemplar que había recibido hacía unos años, cuando era por entonces tan solo un eximio coronel. Era un hermoso libro de unas tapas duras y unas hojas ruidosas de tan gruesas. Había allí un cuento, uno en particular, que interrumpía ahora sus pensamientos. Era un cuento sobre el tiempo y era una hipótesis, creyó recordar, sobre el carácter uniforme del mismo. Una hipótesis que, contra Schopenhauer, negaba la existencia de un solo tiempo y sostenía su multiplicidad. Sonrió, abrumado con tal idea. Le buscó, más que una explicación o un fundamento, la relación con su tristeza repentina.

Sentado en el fondo de su casa, el jardín perfectamente planificado, la tarde cayendo pesada sobre el horizonte de una chacra de Punta Alta, Juan pensó en todos los tiempos posibles. Los recuerdos de su paso por el Ejército, por la función pública, por la alta política, por la Revolución, lo atosigaban, es cierto. Pero lo que lo había estancado sobre el piso la última hora, lo que lo había dejado fulminado sobre la silla era, fundamentalmente, los tiempos que no había vivido. Vivía este: vivía la vida de un teniente coronel que participó en una revuelta militar que un día cayó y se encontró detenido por sus propios camaradas de armas. Vivía el tiempo de un hombre que, retenido contra su voluntad en una isla, le escribía de puño y letra una carta a su mujer y le prometía el fin de semejantes desdichas. Sin necesidad de ir a buscar la carta, porque la conservaban, Juan podía recordar palabra por palabra: “...tan pronto salga de aquí, nos casaremos y nos iremos a vivir en paz a cualquier sitio”. Vivía un tiempo porque no había podido vivir otro y aunque el destino de todos los hombres es ese, esa instante de conciencia lo paralizó.

No era rencor lo que sentía sino el peso de una angustia tan humana como el temor a la muerte. De esa riada de recuerdos, sin embargo, lo deslumbró ese, el momento de esa carta y pensó que no había sido casual. Intuyó que si el tiempo no es uno sino muchos, el nacimiento de cada uno de ellos era el resultado de cada decisión que toma cada uno de los hombres. Con esa carta, prometiéndole a ella ese retiro, había vivido ese tiempo que lo tenía ahora en Punta Alta mientras ella se batía contra el dolor a escasos metros. Pero si los tiempos eran múltiples, había también un tiempo donde Juan escapó de aquella prisión y se convirtió en el General al mando de una nueva revolución que tomó las riendas del país. Existe también un tiempo donde Juan es capturado por la Revolución y fusilado, y su nombre se inscribe en la memoria junto a los héroes de la Patria, y otro tiempo donde su fusilamiento es un acto de extrema justicia. Hay, entre otros (infinitos), un tiempo en el cual esa carta se envía y sin embargo carece de efectos, porque en ese otro tiempo, que existe si aquél cuento que recordó es veraz, una marea humana toma las calles de la ciudad y lo rescata, brama por él, lo enaltece y lo convierte en símbolo de algo que lo excede. Y ese símbolo aplasta los vaivenes de la vida cotidiana y entonces la promesa del retiro ya no exige ser cumplida. Todos esos tiempos, que pudieron haber sido vividos y no lo fueron (o que son vividos por otros, quién sabe), lo angustian mientras toma, de una vieja caja de zapatos, la carta que escribió aquella vez. 

Es el 26 de julio de 1952.

2 comentarios:

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