28/2/08

Predicción

Si tuviera que apostar mis fichas, diría que la ideología del siglo XXI va a ser el cambio climático. Aunque difícil de adjetivar -yo apuesto porque se llamará Climatismo-, el cambio climático tiene todas las características: sus defensores abogan por su inevitabilidad, sus detractores lo acusan de carecer de pruebas científicas y, sobre todo, supone un devenir cuasi-determinado para la Humanidad. Lo extraño, lo que va a permitir a miles de intelectuales del mundo escribir sus libros, es que va a ser una especie de ideología en sentido negativo. Es decir, todas las ideologías del siglo XX eran más bien propositivas: apuntaban a la necesidad de construir determinado modelo para llegar a un punto de plenitud social (la dictadura del proletariado, supongamos, para llegar al comunismo, la sociedad sin clases). El cambio climático es la apuesta por la negativa, la necesidad de destruir un modelo -como sea que se llame éste modelo- para lograr la supervivencia. Es, tal vez, una pre-ideología, una condición de posibilidad, quizás, para otras ideologías -nuevas o viejas. Quizás, y aquí mi apuesta se vuelve más segura, sobre la noción de cambio climático se puedan construir diversas corrientes: climatismo ortodoxo -que tenga como único objetivo evitar el cambio climático-, climatismo social -como idea de reformar el sistema desde adentro para evitar el colapso humano, y hasta el infaltable climatismo revolucionario -que construya el socialismo sobre la base de la destrucción del capitalismo por saturación de los recursos naturales: un socialismo de lo poco que quedará por consumir.

Cuando Marx escribió el Manifiesto Comunista, no fueron demasiados los que advirtieron que se estaba escribiendo parte de la historia futura, una parte grande, trágica pero casi inevitable (le estaban dando voz a las mayorías, y eso genera cosas, en general, inevitables). Ahora, en algún lugar recóndito, alguien está observando los desastres ambientales y recopilando datos, información, escribiendo un panfleto que coquetea con la poesía. En un pueblo castigado por las inundaciones asiáticas, en una aldea conquistada por la hambruna de África, o en una cosecha fallida por la sequía en América Latina, un joven revolucionario está escribiendo las bases de las revoluciones futuras. Y yo no digo que será una ideología correcta o no: podrá terminar en una utopía de paz universal o en un genocidio aberrante, porque ante tanto determinismo ideológico, en última instancia es la libertad del hombre para actuar lo que vuelve a los determinismos una excusa para asesinar, o una luz en el final del camino que sirve para seguir avanzando. Esa es mi predicción para este siglo.

21/2/08

Justicia poética

Paul Potts vive en Londres. Tiene una vida gris, constante y rutinaria. Es un ser introvertido, extremadamente tímido, de los que transpiran en cualquier interacción humana. Paul trabaja en una compañía que vende celulares, a quince cuadras de su casa. El trabajo es odioso, repetitivo, mecánico. Hablar con la gente, eso que tanto odia, escuchar sus constantes quejas, el tubo colgado con furia del otro lado, la interrupción, quien sabe, de una siesta, de un encuentro romántico, de cualquier cosa más interesante que la venta de un teléfono celular. A Paul Potts su vida lo angustia, es objeto de burlas en el trabajo, donde su jefe, Larry, se divierte haciendo bromas con su sobrepeso. Larry ha inventado casi un apodo nuevo por día para Paul. Éste desea, todos los días, convertirse en un maniático de esos que cada tanto se desquician y matan a todos sus compañeros de trabajo. Pero Potts se sabe cobarde.

Es probable que ése sea el único momento en el que Potts se siente feliz. Cuando recorre las quince cuadras que los separan de su casa, compra alguna revista con la que se masturbará luego, y algo de comer. Entonces llega a casa y admira su colección de discos de ópera y música clásica. Escoge uno y las voces de la ópera inundan la casa de angustia. El cuadro es tan patético como poético: Paul Potts, sus medias grises agujereadas, su camiseta blanca, un cubo de pollo frito y una ópera de fondo. Cada tanto, vocifera para sí una de las tantas partes de esa ópera que, como casi todas, conoce de memoria. Paul Potts sabe que puede cantar, pero también sabe que jamás podría hacerlo delante de otra persona. A veces se sorprende con los niveles a los que llega su voz. Pero sabe que él mismo no es un gran jurado, a pesar de su baja autoestima.

Piensa en las veces que su padre volvía borracho a golpear a su madre, y él se interponía recibiendo el castigo por ella. Piensa en las veces que, harto de los golpes, cerraba los ojos bien fuerte para simular estar durmiendo, y sin embargo oía los gritos de su madre. Recuerda los momentos en los que su padre, un ebrio maquinista del ferrocarril, insultaba a su madre por haber tenido un hijo gordo, inútil e imbécil. Y en la rabia que le llenaba los ojos de lágrimas, y en la impotencia que le obligaba a apretar los puños y aferrarse bien fuerte a la almohada. Entonces Paul Potts se duerme en el sillón, mientras sigue pensando en lo miserable de su vida.

Y esa noche sueña con Patty, la chica rubia del colegio, la que conquistaba el corazón de todos, pero en especial de los fracasados y perdedores como Potts. Paul no hacía deportes por su gran tamaño físico, ni era popular por ser el gordo ebrio de la preparatoria: no, Paul Potts se prometió no beber jamás luego de que su madre fuese muerta casi a golpes por su padre. Luego recuerda cuando Patty lo invitó a un lugar más tranquilo luego de una fiesta, y cuando ya estaban casi desnudos, cuatro o cinco tipos del equipo de fútbol salieron detrás de unos arbustos y le sacaron fotos. Al otro día, toda la escuela se reía de Paul Potts. Y la rabia seguía acumulándose.

Entonces Potts piensa que debe cambiar su vida. Y ve en la televisión un comercial de esos reality shows en los que los participantes deben cantar frente a un jurado. Pero él jamás podría hacerlo. Llega a su trabajo y entra en la página de internet del concurso: se anota, para dar el primer paso de un camino que, sabe, no va a recorrer. Luego, ese mismo día, su jefe Larry termina con la paciencia de Potts, y éste lo amenaza de muerte. Entonces los psiquiatras de la empresa deciden que hay que despedir a Paul, y ahora se quedó sin empleo, y con una vida cada día más horrenda.

Y llega el día del concurso, y Paul transpira como si estuviera hablando con una mujer. Sale a caminar, para mentirle a su cuerpo, para no decirle que se dirigen al concurso. Rodea el edificio varias veces, se miente, se dice que va a mirar a los otros participantes. Entonces Paul recoge su número, transpira su traje nuevo y se para en la fila. Cuando llega su turno, las piernas le tiemblan. Lo van a rechazar, se van a reir en su propia cara, y van a editar su parte para que el país entero se ría de él. Entonces sube, solo, a esa especie de escenario. En el teatro están los otros participantes, y el jurado parece inquisidor. Paul Potts pierde la mirada en el horizonte, y luego enfoca la vista en el jurado. Paul Potts ve en la cara de los jurados a su jefe Larry que acaba de despedirlo; y va a cantar para Patty, su primer amor imposible; cantará, también, en la cara de su padre ebrio y golpeador, que ahora se refleja en uno de los jurados que parece subestimar a todos los participantes. Hay risas entre el jurado cuando Potts dice que va a cantar ópera. Entonces Paul Potts acumula toda su rabia en la garganta, y canta así...


8/2/08

La parábola de Ameli

Horacio Andrés Ameli es un jugador de fútbol al que apodan "Coco", un central rústico que pasó por River y San Lorenzo entre otros equipos. Era uno más del montón: y no llega a estas consideraciones por sus virtudes futbolísticas. Era un defensor más o menos reconocido, y jugaba nada menos que en River cuando saltó a la fama por otro tipo de actitudes. Formaba una dupla central con otro defensor llamado Eduardo Tuzzio, que casualmente también venía de San Lorenzo y ahora estaba en River. El Coco Ameli un día fue a comer una pizza a lo de Eduardo.

(Timbre)

- Sí, ¿quién es? -dijo la dulce voz femenina
- Ah, hola señora, soy Horacio un compañero de Eduardo, me había dicho que venga para acá...
- Ah, sí, Horacio, pasá pasá, fijate si está abierto...

Horacio empujó la puerta y ésta abrió. Subió por el ascensor siete pisos y dudó si Eduardo vivía en el A o en el B. Una mujer con un delantal blanco con dibujos de choclos abrió la puerta del B mientras se restregaba las manos con un repasador.

- ¿Horacio? -preguntó.

Era la primera vez que el Coco veía a la mujer de su compañero. Siempre habían hablado de salir a comer los cuatro, cada uno con su pareja. Esta vez el Coco fue solo, porque su mujer había tenido un día largo y manifestaba dolores de cabeza. Tímido, Horacio se sonrojó y saludó a la mujer con un beso en el cachete. Amagó a romper el silencio incómodo, pero la mujer adivinó sus intenciones:

- Eduardo fue a buscar la pizza -le dijo, y a continuación le ofreció un vaso de cerveza. Horacio aceptó.

Mientras tanto, Eduardo reclamaba que la gente que entraba después que él se llevaba su pedido antes. El dueño de la pizzería era un hincha fanático de Boca que se acercaba a la cocina cada diez minutos y le decía a sus empleados que demoraran la pizza de Eduardo Tuzzio hasta la hora del cierre. Esto no era lo peor que le ocurriría a Eduardo esa noche.

En el departamento, Horacio emprendía la inhumana tarea de mantener una conversación con una completa desconocida. Ya había intentado con el clima, las noticias sobre robos que escupía el televisor, y la tardanza de Eduardo. De a poco, se fueron inclinando al tema del fútbol, pero no al juego en sí.

- Es que tanto tiempo concentrados, yo no sé por qué Eduardo no se puede venir a dormir acá, ¿usted no puede hablar con el técnico? -le dijo ella con la inocencia de quien desconoce los códigos del fútbol
- Es complicado, señora -explicaba Horacio- pero si lo piensa bien son tres días de concentración nomás, después lo tiene todos los otros días para usted
- Sí, cuando no juegan la Copa, cuando no viene cansado del entrenamiento, cuando el profe no le dice que no haga "ejercicios" para que no le moleste la pierna -afirmó la señora provocando una tensión en el ambiente que ya no se cortaría con nada (y que se cortó con una sola cosa). Horacio tragó saliva como nunca había tragado: la primera rueda había tocado la banquina, y de ahí en más todo era un viaje directo al barranco. Cuando la pizza llegó, Horacio y la mujer de su amigo ya se conocían íntimamente.

La semana fue dura, Horacio iba a entrenar al borde del llanto. Hay situaciones en donde el camino ha sido tan atravesado que ninguna elección es la correcta: cualquier viraje lleva al desastre, volver hacia atrás es imposible, y quedarse quieto es humanamente insoportable. A las pocas semanas, un encuentro furtivo, ahora menos espontáneo y con más planificación, dejó algunas huellas que evidenciaron la herejía -paradójicamente: lo espontáneo a veces es más invisible. El Coco fue descubierto por su amigo, y pronto lo supieron sus compañeros, luego el club y más tarde la prensa. Horacio Andrés Ameli había traicionado y cargaría con esa cruz por siempre.

Fue increíble la unanimidad en el repudio general. Nadie dudó un segundo de lo que ocurrió, aún quienes no lo saben. Periodistas, colegas, el público en general, los cánticos de las hinchadas rivales: para todos era claro lo que había ocurrido. Y lo más terrible fue la determinación: la certeza de que todo lo que había que hacer era repudiar la actitud de Ameli, sin averiguar causas, sin ir más allá. Nunca vivió la Historia, si hasta Judas tiene sus defensores, un caso en el que la Humanidad entera se organizara para castigar a un solo Hombre. El Coco Ameli fue vendido al poco tiempo a un club de Santa Fe, donde jugó apenas unos meses y allí también fue repudiado. Volvió a River, donde jamás fue tenido en cuenta de nuevo. Ameli fue, incluso, desterrado. Porque decidió, a la inversa que Sócrates, abandonar a una polis que lo condenaba: y así, sin beber el veneno que se le ofrecía, marchó hacia el Sur del país -tierra de pata de lanas descubiertos- donde se supone que administra un complejo turístico. Alguna vez volvió a salir en los periódicos fruto de una pelea en una estación de servicio donde, de seguro, algún playero aburrido de la ruta debió recordarle sus momentos de gloria y su caída estrepitosa en el fondo del barril de la escoria social. En la celda donde fue demorado, Horacio Andrés Ameli hizo un balance de su vida y decidió que las cosas no podían haber sido de otra manera. Que a todo éxtasis le deviene su agonía, que el mundo funciona así y que Jesús fue traicionado y endiosado por el sacrificio verdadero de Judas. Saliendo de la comisaría de una ruta perdida en el Sur, Horacio Ameli piensa en eso, y un viento seco le corta la lágrima que se derrama sobre su mejilla.

2/2/08

Doble Test

Un cachito de un tema del Indio Solari que me gustó:

Juguemos al Jenga
distraídos cansados
con ladrillos de trotyl
inestable mientras fumamos

discutamos revolución o reforma
(con una Coca en la mano)

¿Quién será esta vez
el Gran Anotador?
Si los porotos no alcanzan
si no hay más metegol

Que la pedófila manda
que el Rey vomita el timón
(¿qué Dios los está cuidando?)
grita el Washington Post

( Doble Test. De Porco Rex)