"No tiene sentido pelear ni de nuestro lado ni del de ellos. Teníamos todo el momentum; navegábamos la cresta de una inmensa y bellísima ola. Y ahora, menos de cinco años después, puedes ir hasta la cumbre de alguna colina en Las Vegas y mirar al Oeste, y, con la mirada apropiada, casi podrás ver el lugar donde finalmente la ola rompió contra la tierra y comenzó a retroceder.". Hunter S. Thompson.
Lo conocí en la bodega de un barco. Ambos vestíamos trajes a rayas, teníamos engrillados los pies y las muñecas, y nuestras caras estaban manchadas de carbón. Tosíamos negro debido al humo de los motores. Cuando lo vi por primera vez, lo reconocí enseguida. Él era un criminal famoso y su foto había salido en los diarios. Era tal cual lo retrataban: un pequeño monstruo, bajo, cabeza chiquita, cejas gruesas, un par de orejas gigantes que le daban apariencia de duende, y una mirada perdida e idiota, como la de un pez. Vía Cosecha Roja.
On August 28, 1934, Socialist Upton Sinclair shocked the political world by winning the Democratic nomination for governor of California. His campaign—which promised to revitalize the state‟s idle factories and farms through a series of governmentorganized colonies—drew attention from across the Depression-weary nation and scared the state‟s business establishment into organizing what historian Greg Mitchell has described as “nothing less than a revolution”—the first modern media campaign.
Waged by such men as Harry Chandler of the Los Angeles Times, Louis Mayer of Metro-Goldwin-Mayer and C.C. Teague of Sunkist, the anti-Sinclair campaign brought together for the first time in an American election the use of film, radio, direct mail, opinion polls, and national fund raising. Through the use of these media and political techniques, Sinclair was falsely painted a Communist, a renegade and an atheist who advocated free love and the nationalization of children. Quotations from his various books were distorted, printed in circulars and distributed to millions of voters; phony “newsreels” that drew connections between Sinclair‟s proposals and Russian Communism were filmed by the Hollywood studios and shown in theaters throughout the state; and the metropolitan press either ignored or attacked his candidacy, showing little patience for the practice of objective journalism.
No single development has altered the workings of American democracy in the last century so much as political consulting, an industry unknown before Campaigns, Inc. In the middle decades of the twentieth century, political consultants replaced party bosses as the wielders of political power gained not by votes but by money. Whitaker and Baxter were the first people to make politics a business. “Every voter, a consumer” was the mantra of a latter-day consulting firm, but that idea came from Campaigns, Inc. Political management is now a diversified, multibillion-dollar industry of managers, speechwriters, pollsters, and advertisers who play a role in everything from this year’s Presidential race to the campaigns of the candidates for your local school committee. (Campaigns, now, never end. And consultants not only run campaigns; they govern. Mitt Romney, asked by the Wall Street Journal’s editorial board how he would choose his Cabinet, said that he’d probably bring in McKinsey to sort that out.) But for years Whitaker and Baxter had no competition, which is one reason that, between 1933 and 1955, they won seventy out of seventy-five campaigns. The campaigns they chose to run, and the way they decided to run them, shaped the history of California, and of the country. Campaigns, Inc., is shaping American politics still.
En el fondo del patio está el jardín excesivamente prolijo, la pared de ladrillos tomada por una enredadera, un cantero poblado de flores equidistantes entre sí, una mesa redonda justo en el medio, pequeña, suficiente para apoyar la pava, el mate, algunos libros. No hay nada espontáneo ni azaroso, todo planificado a su manera y con disciplina militar. Por el costado de la casa se ve el terreno baldío de enfrente y más allá la ruta por la que llegaron, hace tanto. El primer destino había sido Bahía Blanca, aunque él hubiese preferido Chubut. Arribaron con lo puesto, un coche que le prestó un camarada de armas y una casa que Juan se comprometió a comprar cuando recobrara su pecunio. Pero los primeros días fueron una pesadilla, la omnipresencia de la Marina, los coches apostados en su casa por las noches, los ruidos extraños cerca de las ventanas. Una tarde decidieron partir, alguien de su confianza le ofreció una chacra en Punta Alta, no muy lejos de allí pero lo suficientemente aislados como para cumplir su promesa de paz. Apagó el cigarrillo sobre un cenicero – predicaba con el ejemplo el cuidado del césped incluso cuando no había nadie que pudiera verlo – tomó uno de los libros e intentó concentrarse sin demasiado éxito. Lo fulminó un destello de nostalgia, acaso por el contexto de un día gris, casi lluvioso. Se sintió más pesado que de costumbre, como si el impulso natural de moverse ahora se transformara en una decisión y un cálculo económico de energía. Levantó los ojos para poder mirar la ruta, como si observándola detenidamente se encontraran acaso mejor los recuerdos. Los sintió, es metáforico pero debe reconocerse que incluso las palabras tienen consecuencias físicas, acercarse. Una riada de historias pasadas le inundó los pensamientos. La recordó, y la recordó como si no los separara apenas unos simples metros, como se recuerda a quien ya no está, en aquellas primeras cenas en su departamento, su sonrisa tímida. Pensó en esos momentos como en un cruel acto del destino que amalgamó dos momentos que no tienen por qué encontrarse, que en las vidas de otros se repelen. A él le sucedieron simultáneos, si el oxímoron no es muy vulgar: por un lado, el éxtasis de quien se cruza azarosamente con el amor de su vida; por otro, la debacle de su carrera profesional y con ella su vocación. La escuchó quejarse, adentro de la casa, y tuvo esa sensación que se padece en los sueños: la total inacción. La imposibilidad de ejecutar las tareas que ordena la voluntad. Atormentarse de recuerdos es una tarea cruel. La pesadumbre que lo estaba abatiendo tenía el sabor de algo más, un obstáculo del orden de lo metafísico. Pensó, para resolver lo que le pasaba – porque pensaba así, para resolver – en un escritor cuyo nombre no pudo recordar y revolvió los libros que tenía sobre la mesa. Buscaba, sabiendo que no estaba allí, ese ejemplar que había recibido hacía unos años, cuando era por entonces tan solo un eximio coronel. Era un hermoso libro de unas tapas duras y unas hojas ruidosas de tan gruesas. Había allí un cuento, uno en particular, que interrumpía ahora sus pensamientos. Era un cuento sobre el tiempo y era una hipótesis, creyó recordar, sobre el carácter uniforme del mismo. Una hipótesis que, contra Schopenhauer, negaba la existencia de un solo tiempo y sostenía su multiplicidad. Sonrió, abrumado con tal idea. Le buscó, más que una explicación o un fundamento, la relación con su tristeza repentina. Sentado en el fondo de su casa, el jardín perfectamente planificado, la tarde cayendo pesada sobre el horizonte de una chacra de Punta Alta, Juan pensó en todos los tiempos posibles. Los recuerdos de su paso por el Ejército, por la función pública, por la alta política, por la Revolución, lo atosigaban, es cierto. Pero lo que lo había estancado sobre el piso la última hora, lo que lo había dejado fulminado sobre la silla era, fundamentalmente, los tiempos que no había vivido. Vivía este: vivía la vida de un teniente coronel que participó en una revuelta militar que un día cayó y se encontró detenido por sus propios camaradas de armas. Vivía el tiempo de un hombre que, retenido contra su voluntad en una isla, le escribía de puño y letra una carta a su mujer y le prometía el fin de semejantes desdichas. Sin necesidad de ir a buscar la carta, porque la conservaban, Juan podía recordar palabra por palabra: “...tan pronto salga de aquí, nos casaremos y nos iremos a vivir en paz a cualquier sitio”. Vivía un tiempo porque no había podido vivir otro y aunque el destino de todos los hombres es ese, esa instante de conciencia lo paralizó. No era rencor lo que sentía sino el peso de una angustia tan humana como el temor a la muerte. De esa riada de recuerdos, sin embargo, lo deslumbró ese, el momento de esa carta y pensó que no había sido casual. Intuyó que si el tiempo no es uno sino muchos, el nacimiento de cada uno de ellos era el resultado de cada decisión que toma cada uno de los hombres. Con esa carta, prometiéndole a ella ese retiro, había vivido ese tiempo que lo tenía ahora en Punta Alta mientras ella se batía contra el dolor a escasos metros. Pero si los tiempos eran múltiples, había también un tiempo donde Juan escapó de aquella prisión y se convirtió en el General al mando de una nueva revolución que tomó las riendas del país. Existe también un tiempo donde Juan es capturado por la Revolución y fusilado, y su nombre se inscribe en la memoria junto a los héroes de la Patria, y otro tiempo donde su fusilamiento es un acto de extrema justicia. Hay, entre otros (infinitos), un tiempo en el cual esa carta se envía y sin embargo carece de efectos, porque en ese otro tiempo, que existe si aquél cuento que recordó es veraz, una marea humana toma las calles de la ciudad y lo rescata, brama por él, lo enaltece y lo convierte en símbolo de algo que lo excede. Y ese símbolo aplasta los vaivenes de la vida cotidiana y entonces la promesa del retiro ya no exige ser cumplida. Todos esos tiempos, que pudieron haber sido vividos y no lo fueron (o que son vividos por otros, quién sabe), lo angustian mientras toma, de una vieja caja de zapatos, la carta que escribió aquella vez. Es el 26 de julio de 1952.