Cena en lo de los Laclau
Libre interpretación de la pieza
humorística "El primo de Laclau".
El avistaje de famosos es una actividad que cultivamos principalmente aquellos que desde la provincias del interior del país arribamos a la Capital Federal para continuar nuestros estudios universitarios. Mi desempeño en esa tarea había sido hasta el momento más bien mediocre. Contabilizaba en mi haber a la Tota Fabbri, rústico central del fútbol argentino, en la plaza frente a la Facultad de Medicina esperando el 29 (yo, la Tota pasó en un auto); el Colo de Cebollitas, bajando de un auto de marca importada a la entrada de un boliche de Palermo; la chancle más chica de las chancles de Grande Pa, en un cine de la calle Lavalle, aunque en ese caso las opiniones estuvieron divididas y pudo no haber sido; y un sobrino de Spinetta, a quien agrego en esta lista por haber cursado una materia de la universidad con él. Merece la pena aclararse que esta relación no me llevó jamás ni cerca de la casa de Luis Alberto, mucho menos a un camarín post-recital y la única vez que lo fui a ver, en la cancha de Vélez, pagué mi entrada para ubicarme lejísimos, como cualquier hijo de vecino que lejos está de cursar con el primo del artista.
Digo esto porque debe ser tomado a modo de atenuante para los hechos venideros. Lo que debe destacarse es que mi contacto con personas famosas, es decir, sujetos que salieron en la televisión de manera prolongada en el tiempo, era más bien escaso y de ahí el nerviosismo. Conocí a Pablo en un boliche de una calle cuyo nombre prefiero no recordar. Él estaba con su grupo de amigos mirando para donde estábamos nosotras, yo estaba con Rocío y Belén, solamente, el resto ya se había ido a dormir. Los hechos se sucedieron hasta quedar cerca, hablar un rato, escaparme en la oscuridad del boliche, volver a encontrarnos en una estación de servicio desayunando, irnos juntos, salir tres meses y llegar hasta hoy, el día de la presentación formal ante la familia. No fue el primer novio que tuve pero sí el primer porteño y eso me obligó a la fundante decisión de pasar mi primera Navidad fuera de mi ciudad natal. Quedarse en Capital para las fiestas: un pequeño paso para la Humanidad y uno enorme para una mujer. No era sólo quedarse acá: era la primera cena con la familia de Pablo. Y no era sólo la primera cena con la familia de Pablo: era mi primera cena en casa de un famoso.
Porque sí, Pablo se llama Pablo Laclau y es el sobrino del politólogo Ernesto Laclau quien, como yo, estaba en Capital Federal para las fiestas y pasaría Navidad con ellos, los Laclau, y naturalmente conmigo. La tensión a medida que iba llegando el día tendía a crecer. Una tarde entera gasté en practicar caras de naturalidad adelante del espejo para cuando me presentaran a Ernesto. Mediaba por entonces la carrera, justamente, de Ciencia Política de la UBA, sabía quién era el hombre en términos académicos, pero también me avasallaba su carácter mediático. La gente de la televisión, que estuvo alguna vez en televisión, tiene un no sé qué, una forma de pararse ante la vida, un don que te lo debe dar, calculo yo, haberte parado frente a un aparato como una cámara, esa habilidad sobrehumana de hablarle a un artefacto como si hubiera un tipo ahí realmente.
La escena de presentación fue menos traumática de lo que me esperaba y la velada transcurría mucho más amable y relajada que mis fantasmas. Había algo, un sentimiento muy cercano al morbo del que frena para ver un accidente, que ansiaba algo que no sucedía. Así como quienes estuvieron en la tele adquieren un aura especial, así quienes escribieron libros y los publicaron también están untados de un espíritu doctoral, de un mantra de sabiduría que al hombre en cuestión, debo decirlo, no le notaba. Uno imagina que quien escribe un libro es alguien con algunas certezas, que un libro publicado es un arma cargada de respuestas. Y, sin embargo, parecía mucho más asertivo un sujeto que se hacía llamar el primo Alejo, que dominaba la conversación desde la punta de la escena, que mechaba historias familiares con comentarios políticos, de religión y de fútbol, esos tabúes de la cena navideña. Y el bueno de Ernesto, lo suficientemente cerca mío como para que lo contemple como a un dios caído, asentía, reía de vez en cuando y se zambullía en otros menesteres tan nobles como el vitel tonel. Debo decir que hasta un poco me desilusionó la figura de Pablo, que acompañaba con detalles alguna anécdota del primo Alejo y no más. Otros se enfocaban en los niños que correteaban alrededor de la mesa, una pareja de tíos realizaba una transacción automovilístico-financiera y dos señoras viudas elogiaban la vajilla como sólo las pueden elogiar dos señoras viudas, es decir, denigrándola. La escena era mucho más relajada de lo que pensaba, sí, pero también era mucho menos cercano a ese olimpo que los diferenciaba de nosotros.
Cerca de las doce, con las botellas de sidra a punto de descorcharse, las unidades de casatta en telgopor recién salidas del freezer y el dueño de casa inventariando las unidades pirotécnicas para la función, el milagro de Navidad ocurrió. No recuerdo verdaderamente cuál fue el detonante y un poco le debo a este fallido haber intentado ahogar mi decepción en esa pócima dulzona que dan en llamar Fresita y que las dos señoras viudas descorchaban como si el mañana no fuera probable. Lo cierto es que, con alegría (eso me recriminó una vez Pablo, tiempo después cuando nos dejamos tan respetuosamente) volteé mi cabeza hacia donde el milagro estaba sucediendo. El primo de Laclau, con el arrastre de consonantes característico del primer embate etílico, se adentraba en la llanura de un milagro sin regreso.
- ...pero lo que vos decís es una pelotudez, Ernesto, una pe-lo-tu-dez, con todas las letras, querido – le espetaba con un golpe final a la mesa que rompió una copa y puso la atención de todos, incluso de los niños, sobre lo que allí ocurría.
- Está bien, Alejo, pensá lo que quieras... - concedió Ernesto, desanimando un poco el clima riendo nervioso... - si es lo que siempre hacés. No se puede discutir con vos de esto, tiene razón la vieja, de hermenéutica, deconstrucción y teoría del discurso en la mesa no se puede hablar.
- Siempre lo mismo, ¿qué sos más porque escribiste un libro? - y su mirada la sentí fulminándome, como si ese borrachín que agitaba el dedo me hubiese leído los pensamientos toda la noche – Mucho libro, mucho libro... está todo mal en ese libro, Ernesto, ¿ahora resulta que todos los elementos que entran en la lucha hegemónica son en principio iguales, que ninguna lucha, ni la económica, ni la política, ni la feminista, nin-gu-na, sobredetermina secretamente el horizonte mismo de las luchas?
- No, basta otra vez por lo mismo no van a discutir – sentenció una de las tías acompañando con unos ademanes que denotaban cansancio.
- Esperá un momentito, ¿yo cuándo dije eso? La afirmación esa de perogrullo que hacés, que los elementos son desiguales esencialmente, lo sabe hasta el Benjamín – refutó Ernesto Laclau, señalando con la cabeza a uno de los niños pequeños que correteaba por el living – y la teoría de la hegemonía es la teoría de esa desigualdad precisamente. Pero vos, primito querido, no presentás argumentos históricos, presentás argumentos trascedentales, porque en esa cabecita loca tuya, lo que sobredetermina todo a priori es la economía...
- Ah, lo único que falta – respondió escandalizado el primo Alejo, exagerando un acting que puso en vergüenza a su mujer hasta lograr retirarla – el señor ahora interpreta lo que yo creo en mi cabeza, qué freudiano... Mucho más freudiano que vos...
- ¿Ah, sí?, ¿más freudiano que mi supuesta sobredeterminación?
- Por supuesto, tu sobredeterminación no es freudana, la de Freud depende de una historia personal, no existe un elemento que sobredetermine en y por sí. Sin embargo, para vos hay algunos elementos que están predeterminados a ser sobredeterminantes, eso es mas jungeano que la analítica.
- Pero, por favor...
- Tenés que elegir, primo, las ontologías son incompatibles, o bien la sobredeterminación es universal en sus efectos o bien es una teoría regional que está rodeada por un área de determinación plena que, como sobredetermina, se convierte ella en el campo de la ontología fundamental. Pero no, primo, casata y bombón suizo no se pueden comer – dijo Ernesto y se contradijo inmediatamente, al meterle un cucharazo a cada postre, ora para graficar, ora para calmar la sequedad de la boca.
- Bueno, tampoco es para ser tan duros, somos familia – intentó calmar los paños Javier, uno de los dos encargados de los fuegos pirotécnicos, con una caña voladora de la altura del Benjamín en la mano – también vos Ernesto, no te comés una, viejo, podés reconocer algo...
- ¿Algo qué? - dio vuelta la silla y miró al portador de la pólvora.
- Digo, estamos todos de acuerdo, el proyecto de la Modernidad ya fue, ya pasó, ahora que la razón iluminista se transforme en instrumental no me parece motivo suficiente, Ernesto, disculpame que te lo diga así directamente, para abandonar su potencial emancipatorio. Vos la hacés fácil, te servís helado, agarrás y tirás dos siglos de intentos emancipatorios al tacho como si no fuera posible encontrar un vínculo inteligible...
- Otra vez con esa cantinela... - resoplaba Laclau, mientras Pablo me decía algo al oído que no llegué a comprender, pero que tenía que ver con ir a abrirle a Chantall, la mujer de Laclau.
- No, cantinela no, Ernesto... - insistió Javier.
- Para vos todo es cantinela, Ernesto, eso es lo que pasa – acotó desde la punta el primo Alejo.
- Tiene razón el primo, para vos es cantinela el esfuerzo por encontrar un elemento simbólico para el vínculo entro política y sociedad, es cantinela introducir la idea de expansión comunicativa y es cantinela la objetivación de esa comunicación en instituciones sociales...
- Ah bue, echá los fideos que estamos todos – irrumpió, fumando desde la calle Chantall Mouffe, la mujer de Laclau – las doce de la noche, Navidad y me reciben con la teoría de la acción comunicativa, pero dónde se ha visto, ahora resulta que la razón libre sojuzgamiento no es una ilusión del proyecto moderno.
- La heterogeneidad existe – discurrió una de las tías, desde el borde de la silla, el Fresita a punto de experimentar el vacío lacaniano.
- Pero claro que sí, tía – respondió desde la punta el primo Alejo.
- No, claro que sí, no, Alejo, sos un panqueque – le espetó Chantall.
- ¿Cómo me decís panqueque en una cena familiar ? - se indignó el panqueque.
- ¡La pueden cortar, por favor! - expresó con voz angustiada la abuela Elba, pionono en mano, la mirada afligida.
- Te dicen panqueque porque es lo que sos, Alejo. La tía tiene razón, para vos – lo señaló - y para vos también Javier, la heterogeneidad existe pero como un tipo ideal, porque lo que existe verdaderamente para ustedes es una pluralidad, una positividad de elementos definidos a priori, una diferencia de gustos, para ustedes heterogeneidad es retar a los nenes porque dejan la frutilla de la cassata, y no. La heterogeneidad no es una diferencia ahí donde necesita un espacio común para diferenciarse, que la heterogeneidad no tiene, y que por eso implica exclusión respecto del espacio de representación como tal.
- Pero, por favor, Ernesto, todas las navidades con el mismo cuento... – retomó ahora Javier, en defensa del primo Alejo – kantiano...
El silencio fue demoledor. El aire del ambiente se cortaba con una gilette, un escenario similar al que ocurre cuando a Marty Mc Fly en Volver al futuro le dicen “gallina”. Las dos tías van por el tercer Fresita, mientras Pablo realiza unos esfuerzos vanos por integrarme a la mesa familiar arrojando datos al aire sobre mis características personales que casi nadie recoge. La abuela Elba me pregunta si me animo a cortar el pionono cuando la calma que precedía a la tormenta le deja, efectivamente, paso a la tempestad.
- ¿Cómo me dijiste? - señaló Ernesto, acomodándose los anteojos.
- Lo escuchaste bien – dijo Javier, la mirada concentrada en el suelo.
- No te quiso decir eso – quiso poner paños fríos el abuelo Rubén, a todas luces el dueño de casa y seguramente conocedor del vendaval que estaba por desatarse.
- Quiero que lo repitas, en voz alta, que lo escuchen todos.
- Adelante de los chicos no, che – intentó una de las tías, la más veterana, la más entonada.
- Kantiano, te dije, ¿y? Si sos kantiano. Si en última instancia toda tu teoría, por más maquillaje que le metas, cae en la lógica del ideal relativo kantiano, ¿o qué poronga es ese continuo y contingente cambio en la constitución de las identidades políticas a la luz de la formación de cadenas equivalenciales donde un significante particular encarna la universalidad?
- ¿Abuelo, qué es poronga? - dijo al borde del llanto el Benjamín, tirando del pantalón del anciano, que procedió a llevarlo a otra habitación.
- Ojo, en eso tiene razón Javier – echó más leña al fuego el primo Alejo.
- ¿Tiene razón qué? - quiso intervenir Pablo.
- En que es kantiano. Esa solución de la demanda que se articula y la mar en coche implica la lógica kantiana del acercamiento infinito a la imposible plenitud como una suerte de Idea reguladora. Y eso, acá y en la China, es kantiano – hizo el amague a sentarse pero siguió parado, señalando con el dedo – ¿y sabés qué es lo peor? Que es un cinismo, también. Es una invitación a decir “fracasemos, hagamos las cosas igual, pero sepamos que vamos a fracasar, porque el agente que busca el objetivo imposible quizás a la pasada resuelva unos tres, cuatro temas más locales". Una especie de gradualismo a la bartola, como si las intenciones políticas fueran una zanahoria a la que no se llega, eso es anti política y no el proyecto de la Modernidad.
- ¿Sabés cuál es tu problema? - interrumpió Ernesto antes que a Pablo se le llenaran los ojos de lágrimas y corriera al baño suponiendo que nadie lo había notado
- A ver, ¿cuál es mi problema?
- Ojalá tuvieras uno solo, pero tu problema sabés cuál es. Que estás comprometido con una teoría donde el sistema es la verdadera realidad con el cual el acto emancipatorio pleno, revolucionario, debe romper.
- ¿Y cuál es el problema de eso? - quiso apoyar Javier, buscando el encendedor, aunque las doce de la noche y el horario de los fuegos artificiales había pasado ya hacía rato.
- El problema con eso es que no hay lucha emancipatoria válida si no es anticapitalista, directa y total. Y eso no sería un problema en sí mismo, pero es una obsesión que tiene Alejo, que todas las navidades, todos los años nuevos, cada uno de los asados horribles que hacés en tu casa, Javier, tenemos que escuchar el mismo piripipí – y me acomodé en la silla, recordando mis navidades en el pueblo, pensando en cómo iba a contar, cuando volviera, que había escuchado a Ernesto Laclau decir “piripipí” - y nunca, pero nunca eh y mirá que somos primos...
- ... primos segundos.
- ...primos segundos, desde que éramos así de chiquititos, y nunca, pero nunca lo escuché dar un puto ejemplo – levantó el dedo mientras justo entraba el pequeño Benjamín quien, ahora, indagó a un abatido abuelo sobre el sentido de la palabra puto. ¿Vos escuchaste alguno? - le preguntó a Javier, luego a Pablo, a las tías, me miró y me salteó con cortesía, evitando esa vacío legal sobre las preguntas retóricas en las que visualmente se exigen respuestas - ¿alguien alguna vez escuchó algún ejemplo de lucha anticapitalista? No, nunca, y no lo van a escuchar porque lo que Alejo está esperando es una invasión de seres de otro planeta, una catástrofe que destruya el mundo y lo recomponga de nuevo, de otra forma, menos... capitalista. Y todo lo que no sea eso es gradualismo – arrojó la servilleta contra la mesa e intentó una salida teatral, Ernesto, mientras Pablo me apretaba la mano llamando mi atención, justo en el mejor momento.
- ¿Y el otro? - dijo Alejo, sin resignarse.
- ¿El otro qué?
- Dijiste que ojalá tuviera un solo problema, algún otro problema más conmigo debés tener.
- Tengo ese problema solo. Y que cagaste a las tías con la guita de los abuelos.
Alejo se levantó de la mesa y me imaginé la escena, me imaginé a mi misma en mi pueblo, el asado en la quinta con mis amigas, mis parientes, contando la escena de pugilato en la casa de los Laclau. Sin embargo, Alejo optó por tomar a sus niños, su esposa que se había mantenido en silencio durante la trifulca y abandonó la cena. La abuela Elba se quejó apenas, repitió que todos los años sucedía lo mismo, que de teoría hegemónica no hay que hablar en la mesa y comenzó a cortar el pionono, esa tarea que me había delegado y no pude jamás cumplir.
Un rato después, mientras Pablo se bañaba para salir, me encontré sentada en el cordón de la vereda junto al pequeño Benjamín, que se disponía a observar el show de fuegos artificiales del tío Javier. Con el cielo iluminado, Javier se sentó junto a mí.
- No te hagas problema, piba. Problemas de guita, como en todas las familias.