29/1/08

Limadura onírico-persecutoria

Continuación onírica de una sensación persecutoria respecto de las fuerzas de seguridad.

- Debe ser que a mí me afloran los sentimientos patrios, será el amor a mi tierra por mis raíces campesinas -decía el militar que era uno, pero cuyo rostro iba cambiando a lo largo del sueño.
- Bueno, lo felicito, pero a mí no me interesa ir.
- Pero usted debería ir, sabe, se lo estoy pidiendo bien -insistía el militar, que ahora ya me tomaba del brazo. Caminábamos por una especie de parque, donde cada tanto me preguntaba por alguno de mis conocidos.
- Y aquél, ¿a qué se dedica?

Parecía como que debía esforzarme por no decir nada concreto sobre nadie. Cada diez pasos cruzábamos un patrullero, las sirenas casi no dejaban escuchar las acotaciones nacionalistas del militar, y me daban tiempo a pensar.
- Estudia, trabaja, está haciendo deportes, ¿no lo ve que hace deportes? -le aportaba, mientras el militar anotaba casi todo.
- Ese tipo de personas nos hace quedar mal -agregaba, vaya a saber con qué fundamentos, vaya a saber ante quién nos hacía quedar mal.
- Esas personas nos hacen quedar mucho mejor de lo que nos hacen quedar ustedes -le grité, cuando un grupo de gente empezó a acercarse. El militar intentaba calmarme, de una forma no demasiado ortodoxa, amenazándome con la cara.
- Baje el tono que hay demasiada gente -decía, mientras con la mirada llamaba a otros dos.
- Se están cagando en todas las libertades, loco, empecemos a darnos cuenta -continué gritando, mientras más gente, ahora conocidos, se iban acercando-.
- Por favor, este jóven está desvariando -afirmó el militar, esgrimiendo una sonrisa afable-. Solamente se le pidió que se acercara hacia donde están todos, al pueblo.
- No quiero, no pueden obligarme a ir al Corso, no me interesa su Corso*, estoy harto del Corso.
- Es cierto, a mí ayer me pidieron documentos solamente porque no quise ir al Corso -agregó alguien que parecía estar de mi lado, y ahora la muchedumbre entendía nuestras razones.

El militar comenzaba una retirada antes de ver llegar a los otros dos que él mismo había llamado. Eran viejos, demasiado viejos para ser soldados, y sin embargo llevaban la ropa de combate.
- Se están cagando en la libertad, se están cagando en nosotros, pero se les va a terminar...-se estaba diciendo en esta reunión improvisada, cuando advertimos la presencia de los dos, y como un acuerdo tácito decidimos callarnos. Ambos se acercaron a hablar con el militar que estaba de civil, al tiempo que la gente se impacientaba.
- No se puede opinar, nadie puede hablar libremente en esta ciudad. El chico no quería ir al Corso, nada más -decía una señora con voz angustiosa que se perdía mientras se alejaba por temor.
- Yo no digo que no exista el Corso, pero que además haya otras cosas, que no sea lo único, que no nos obliguen a verlos pasearse, autofestejarse -enfatizaba uno que estaba al lado mío (el que hacía rato estaba haciendo deportes, el que para el militar nos hacía quedar mal).
Mientras tanto, el militar nos señalaba con los ojos, y los dos soldados viejos se acercaban. Con el dedo índice casi sobre mi pecho, el militar más viejo dijo mi nombre en voz alta como forma de pregunta, y me estremecí de pies a cabeza. A mi lado, mi compañero sufría lo mismo.
- Nos matan, boludo, nos matan.
- No, estos hijos de puta nos van a torturar.
- Matame -me pidió mi compañero.

*En mi Ciudad se está realizando el Corso en estos momentos, y puede ocurrir que eso haya influído en mi salud mental y psíquica.

28/1/08

Apuntes sobre el liberalismo

A veces, en general cuando uno está comiendo y ve por la tele como hay otros que no comen, nos preguntamos por qué no repartimos mejor. La respuesta es el sistema: así funciona, y no podría hacerlo de otra manera. El liberalismo funciona por una supuesta meritocracia que esconde tras de sí todo un sistema de jerarquías previas al nacimiento: nacer en una cuna y no en otra da determinados derechos. Que la Razón suplante a Dios: esa mentira se acabó el día después de la Revolución Francesa -o quizás después del Terror de Robespierre: extremo pero justo, diría en una mesa de café, y no creo que en muchos más lugares.

Nos aguantamos toda la basura del liberalismo, nosotros los cobardes, porque a cambio nos da un par de libertades individuales con las que fuimos criados y a las que no podríamos nunca renunciar. Podemos quejarnos de que hay otros que no comen, y hasta ahí nomás: tu derecho, dice el liberalismo, termina donde empieza el del otro. Y con esa frase, tan poética, se justifica que alguien acumule hasta el hartazgo mientras el otro se muere por esa acumulación.

¿Panfleto revolucionario? No. El viernes la Policía me realizó el afamado control de alcoholemia. Uno de los principios básicos del derecho burgués es el principio de inocencia. Seguramente un abogado me contestaría que es simplemente un control, o que los principios también son reglamentados por leyes y códigos, pero a mí me parece que hacerme un control sin haber cometido un delito previamente es violar el principio de inocencia. Yo no digo que esté bien o mal: solamente que los principios que nos rigen son así. Muchísimos de ellos son una mierda, y ojalá alguna vez tengamos los huevos para cambiarlos, pero mientras tanto nos rigen. A veces da la sensación de que el liberalismo contiene en su interior tantas contradicciones que va a caerse por sí solo, pero últimamente me parece que mientras más contradictoria es una cosa, más posibilidades de sobrevivir tiene -pregúntenle al peronismo, sino.

Nos aguantamos esas reglas sanguinarias que generan desigualdad, porque a cambio el sistema nos permite a los cobardes tener dos o tres libertades. Habrá que esperar a que el modelo no soporte esas dos o tres libertades para verlo en su verdadera expresión: como un sistema de explotación que se sostiene sobre la mediocridad del individualismo más aterrador.

11/1/08

Homenaje a vos, Boludo

No es tan sencillo, como se aparenta, ser un boludo. Los habemos de distintos tipos, colores, tamaños, jerarquías. Hay boludos que se creen inteligentes, y son peligrosos. Hay boludos que sabemos que lo somos, y eso muchas veces confunde –confunde, digo, porque parece humildad pero en realidad es realismo. Existen boludos orgullosos de su ser, y son agradables aún en su boludez. Esto no es una clasificación o un listado (de esos que abundan espantosamente en los blogs). Esto, sin más vueltas, es un homenaje.

Esto es un homenaje a vos, Boludo. A un boludo que pasó de la simple idiotez, y se ganó las mayúsculas en su adjetivación. Este homenaje recuerda una fecha en especial: esto ocurrió en el 2003, acá en mi ciudad, Olavarría. Vos eras uno más entre nosotros: un boludo con minúscula. Llevabas una vida dedicada a la boludez, pero no sobresalías. Eras un dios más en un Olimpo plagado de boludos. Pero ese día, ¡ea, ese día transformaste los cánones de la boludez! Ahora, después de vos, no cualquiera puede jactarse de ser un boludo con todas las letras. Humillaste a quienes se proclamaban verdaderos imbéciles, y vos, en ese día fundacional, quisiste soldar una bala de cañón a una reja. La bala todavía tenía pólvora, explotó y vos falleciste, al tiempo que heriste a otro boludo que había venido a ayudarte.

Este homenaje es para vos, mártir de la boludez. A cinco años de aquello que algunos tildaron de “trágico accidente”, pero que para mí no lo fue: creo que has entregado tu vida para darle al mundo un mensaje. Te has inmolado para sembrar entre nosotros la semilla de la boludez; el mensaje de que todavía la Humanidad no se ha completado; la enseñanza de que el límite de la boludez es dinámico y no estático, que cada día que pasa es una oportunidad nueva para hacer una pelotudez tan pero tan grande que nos deje en la memoria colectiva como un Boludo Con Mayúscula. Este es mi homenaje para vos, Boludo.

3/1/08

Un manifiesto filosófico llamado Tiburón

El fútbol y los tiburones son las dos cosas estúpidas que me interesaban de chico y, ya de grande, todavía les presto atención. En el camino quedaron cosas como ser astronauta, el diez de la selección, campeón olímpico de algo o estrella reventada de rock. Por alguna razón, me parecía que yo quería ser alguien que supiera de tiburones. Creo que a las personas no nos interesa el conocimiento por el conocimiento mismo: nos interesa la impostura, la idea de ser el tipo que sabe acerca de algo. Yo, cuando niño, quería ser el tipo que sabía algo acerca de los tiburones.

Con el tiempo fui dejando de lado mis ganas de ser tiburonólogo. Varias cosas conspiraron: mi cobardía, el hecho de vivir rodeado de aguas más bien frías y, sobre todo, alejado del mar. Pero todavía tengo cierta admiración y respeto por el tiburón, y cada vez que pasan la película de Spielberg, ahí me encuentro, firme, observando esos muñecos de goma espuma que tan bien los representan (y ni hablar del tiburón de Los Bañeros Más Locos del Mundo).

La película Tiburón es, si uno rebusca la metáfora, la idea de que todo, en definitiva, es una cuestión de perspectiva. La verdad, la idea de que existe algo llamado verdad, está refutada en una escena que me parece filosóficamente impresionante. Un crucero se acerca hacia la isla donde el tiburón atormenta a los turistas. El crucero viene repleto de clase media baja norteamericana, y ya en esa descripción comienzo a ver que todo es relativo. Lo que para mí son doscientos gringos sin saber que hacer, para el comisario Brody son posibles víctimas de un tiburón que solamente él ha visto y de cuya existencia no puede convencer a los demás. Para el alcalde, descreído de la idea de un tiburón, todos esos turistas son una fuente irremplazable de ingresos. Y, en definitiva, para el tiburón ese crucero no es sino una parrillada gigante que está pronta a ser puesta en su mesa. La verdad, repito, es una cuestión de perspectivas. Tiburón, tal vez arriesgue demasiado, es una película nietzscheana: una afirmación de que la verdad es una construcción tan irreal como cualquier otro concepto.

A veces, también creo que Tiburón es una forma subliminal de decirle a los jóvenes que deben hacer caso en todo a sus progenitores. En Tiburón II, el Jefe Brody, que ya había matado un tiburón gigante en la I, le dice a su hijo que no salga a andar en bote, que tiene un mal presentimiento. (Digresión: me gusta como todo se traslada a sus circunstancias. Digo esto: en una ciudad normal, el robo de auto de un hijo sobre un padre termina, inevitablemente, en un choque. Pero, quizás, uno puede manejar la situación: pagar el arreglo, esconder bien las abolladuras. En cambio, en una isla, robarle el bote a tu viejo y que se lo coma un tiburón es una situación insalvable). Minutos más tarde, la posible novia de Mike Brody (que en Tiburón III ya es re grosso y desayuna zucaritas con los tiburones al lado) le dice que si no van a dar una vuelta en bote. Mike dice que su padre no lo deja, y la chica le pregunta que si siempre le hace caso a los padres. Ese momento me encanta: el joven observa la situación. Por un lado, tiene dieciséis años, y sabe que la pérdida de la virginidad es una tarea de difícil resolución. Por el otro, los consejos de su padre y, aún peor, un tiburón de siete metros y medio con ganas de comer adolescentes incautos en busca de aventuras marítimo-sexuales. Visto así, a la distancia, cualquiera resolvería quedarse en tierra: algunos prefieren mantener la virginidad si eso les permite conservar las piernas. Pero otros, como Mike Brody, saben que hay riesgos en la vida que hay que correr. Usted me dirá que el saldo costo-beneficio es negativo. Que, a veces, es preferible decirle no a una mujer si eso conlleva no enfrentarnos a un tiburón gigante, que encima es el hijo del tiburón que tu viejo mató con una garrafa en la película anterior. Pero no todos son tan racionales. Mike le dice que no, que no siempre le hace caso a su padre. Y las consecuencias son inevitables. Entonces el mensaje es este: hazle caso a tu progenitor o un tiburón gigante te comerá a ti y a tu noviecita. Pero, ¿qué hubiese pasado si Mike le hubiese hecho caso a su padre? Probablemente, la mina se hubiera ido con otro a reírse de cómo Mike era un nene de papá. Sus amigos lo habrían repudiado por acobardarse frente a una señorita, y en la isla empezaría a correr el rumor de la homosexualidad del joven. Eran fines de los setenta, y la gente no era tan liberal en EEUU. Su padre habría perdido el trabajo, y su madre se volvería alcohólica pensando en qué hizo o dejó de hacer para que su hijo fuese como era. Su hermanito menor hubiera muerto en una pelea en un bar, defendiendo el buen nombre y honor de su hermano y de su familia. Entre esa desgracia, y luchar contra un tiburón blanco, pensó Mike Brody, me quedo con el tiburón. Y hasta en una de esas la pongo, habrá pensado después.

Un manifiesto filosófico acerca del relativismo, de las relaciones humanas, de la lucha entre las especies: eso, entre otras cosas, es Tiburón. Darwin decía que el más fuerte sobrevivía, y Nietzsche le contestaba que ojalá, pero que el que sobrevivía era el débil que imponía esa debilidad, gracias a su astucia, como regla sobre el fuerte. Yo creo que hay mucho de esa discusión en la película: digo que, mano a mano, el tiburón es más fuerte. Pero la debilidad del hombre lo lleva a inventar garrafas de gas, cables de alta tensión y granadas, las tres herramientas que eliminan un tiburón por película. La astucia de nuestra debilidad, tal vez, nos vuelve más fuerte que un tiburón. Por ahora, solamente, por ahora.