12/11/07

Un caballo en el placard

Lo que ocurre es que la memoria es selectiva. Y entonces he escondido este recuerdo en lo más hondo de mí: la represión de los miedos freudiana, el terror escondido en el fondo de un placard oscuro (y la metáfora nunca fue tan pertinente).


Mi familia, cuando yo era apenas un niño, tenía un departamento en Mar del Plata, que ya no tiene más. Por suerte. Todo era jolgorio en aquellas felices vacaciones: días de playa, tardecitas de peatonal, y noches de comer afuera. Hasta ahí la felicidad, recuerdos que marcan una niñez alegre. Pero luego de comer, luego del pre-sueño en la mesa del restaurant, luego de la siesta en el auto y la llegada al departamento, llegaba el tormento, el suplicio, un silicio incrustado en lo más profundo de la psiquis infantil.


El mundo, vayamos aprendiendo, está diseñado especialmente para que cuando todo es felicidad, un equilibrio inherente a él nos haga recordar que también hay que sufrir. El mundo es un desorden armónico, podríamos decir, una habitación que tiende a enquilombarse, aún cuando esos generadores de orden llamados humanos intenten poner la ropa en estantes, los libros en bibliotecas, los discos en cajitas. Un cuarto de adolescente rebelde: eso, después de todo, es el Universo. En una de esas, quién sabe, dios no es sino un pendejo de quince años que esconde marihuana en un cajón del mundo llamado Jamaica.


El desorden del mundo es inviolable. El desorden, parece raro, equilibra. La entropía permite que nunca te vaya bien en todo: que por cada cosa buena que te pasa, al mismo tiempo, otro pedazo de tu vida se desacomode. Que el éxito laboral sea síntoma de que en otro orden de la vida esté todo mal: eso es la entropía -metafóricamente- funcionando.


Porque si todo el día en Mar del Plata era felicidad, la llegada de la noche era una tortura, un sufrimiento a punto de ocurrir. Después de la playa, después de los fichines en Sacoa, había que irse a dormir. Y dormir es probablemente uno de los cuatro actos más placenteros del ser humano. Pero dormir con el caballo Mateo esperando adentro del placard para atormentarme en los sueños no era para nada placentero.


Digo que la memoria es selectiva, porque no puedo recordar si el caballo Mateo era un póster, o un muñeco de un caballo, o simplemente un producto de mi imaginación. Pero sí recuerdo a la perfección que, por alguna razón, se llamaba Mateo (y me asusta pensar que mi vida está marcada por nombres de apóstoles). Lo terrible de Mateo era que aparecía sólo en los sueños que tenía en Mar del Plata: y aparecía siempre, indefectiblemente, todos los veranos de mi niñez, en todos los sueños. Los otros monstruos con los que soñaba se alternaban, sin importarle la ciudad: la Llorona me podía aparecer en mi casa una siesta cualquiera; el perro que me corría cuando sacaba la basura podía caer un domingo a la noche durmiendo en lo de un amigo. Pero el caballo Mateo aparecía en Mar del Plata, todos los veranos. Y, además, no le importaba que estuviese durmiendo en la misma habitación con mis hermanos. El caballo Mateo desaparecía, al otro día a la mañana, cuando en un ataque de valentía hipócrita, con plena luz solar, abría el placard desafiándolo. Mateo sabía que ese era un juego que no debía jugar. Que, como en cualquier película de terror, la cosa era entre él y yo, que Mateo no se le aparecería a mi viejo a las nueve de la mañana. Su objetivo era que yo, además de sufrir con sus apariciones, aparezca como un demente a los ojos de mi familia. Para que, cuando él me atacara, yo me encontrara solo: que mi reclamo de ayuda verdadera, se confudiera con todos los precedentes falsos que él había conseguido, escondiéndose cobardemente a los ojos de los adultos.


Cuando la gente se vuelve grande no pierde el miedo. Lo cambia por otros. La capacidad de abstracción de los adultos vuelve los miedos mucho más aburridos, muy poco tangibles. El miedo de la niñez es mucho más concreto: es un caballo rompiéndote la cabeza a patadas. A la vez, es un miedo más fantasioso y creativo: es un caballo saliendo de un placard. La racionalidad de la adultez no me permite ni siquiera pensarlo: me hace preguntarme cómo habría llegado ese caballo al ropero, de qué viviría allí, por qué los demás no lo escuchan. Los adultos tienen miedo de cosas que no patean ni te comen, ni arrastran cadenas por techos de chapa. La gente adulta sueña temerosa con el futuro, mientras los niños sueñan con monstruos espantosos que se los devoran. Los que están en el medio, en cambio, sueñan con nostalgia aquellos momentos en los que podían soñar con caballos en el placard, y tienen pesadillas, todos los días, soñando con un monstruo que los empieza a perseguir y amenaza con comerse a aquél niño: el monstruo se llama Madurez y es un mutante horrendo.


3/11/07

Casi musulmán

Voy a confesarlo: yo casi fuí musulmán.

Hace más o menos un año, empecé a estudiar árabe (el idioma, no es que me hice odalisco). Nunca pude explicarle a nadie por qué: simplemente fui y en vez de anotarme para estudiar inglés, me anoté en árabe. Duré un cuatrimestre, y me sé tres o cuatro palabras (ojo, que me saqué un 9 en el examen final). No lo hice por convicciones religiosas. Ya hacía tiempo que había dejado de creer en el Mismísimo, y ese Mismísimo implicaba todos los dioses, los occidentales y los orientales. Pero mi viejo -segunda vez que lo nombro en este blog- creyó que yo me estaba volviendo musulmán. Y el tipo -o sea, mi viejo- es un demente de la lectura, y no importa sobre qué estés hablando, en seguida te recomienda algo para leer. O sea, vos podés estar pensando en el suicidio (che, que se entienda que es un chiste) y el tipo va y te baja toda la obra de Durkheim. Entonces, cuando empecé árabe, mi viejo me regaló el Corán. Así de loco está.

El Corán es un libro bastante parecido a la Biblia, con sus pasajes divertidos, categóricos y poéticos. Alá es mucho más poeta que el pragmático dios de los cristianos. Por ejemplo: "¡Profeta! ¡Combate a los infieles y a los hipócritas! ¡Sé duro con ellos! Su refugio será el Infierno ¡Qué pésimo porvenir! (...) Si vuelven de su error, será un bien para ellos: si se apartan, Dios los atormentará con un tormento doloroso en este mundo y en el otro: no tendrán en la tierra ni amigo ni defensor". Obviamente yo, y la mayoría de los que estén leyendo esto supongo, caemos dentro de la categoría de infieles. Pero si me van a condenar al Infierno, me gusta que lo hagan así, con énfasis, que me insulten con elocuencia poética.

La gente que estudiaba árabe conmigo no era normal. Había desde una chica lesbiana que decía que tenía visiones de que vivía en Medio Oriente, hasta un muchacho musulmán cuyo padre era un abogado budista y su madre una integrante del Opus Dei, y que una vez le pregunté por qué se había hecho musulmán, y me dijo que él no eligió nada: que Alá o Muhandas lo eligió a él.

No me hice musulmán porque me cuesta la fe: me cuesta aceptar una cosa que no puedo ver o probar. El apóstol Tomás, por ejemplo -que dicho sea de paso es mi nombre- fue uno que le contaron que Jesús había resucitado y él dijo que hasta que no le veía las marquitas de los clavitos de las manos no lo creía. Entonces vino Jesús y le mostró las manos con las marcas y le dijo: "dichosos de aquellos que pueden creer sin ver" (o algo parecido). Yo creo que cuando nací mi familia me vio cara de escepticismo y por eso me puso ese nombre. Por eso, y para que la gente haga el chiste estúpido de "Tomás...¿qué tomás?".

También me hubiese costado el tema del viaje a La Meca. A mí los amontonamientos de gente me rompen las bolas: no puedo caminar ni por veredas donde hay mucha gente adelante mío, y en cualquier boliche prefiero pararme a esperar que toda esa gente apurada pase adelante mío antes que soportar el dedito en la espalda. Además sería muy tentador gritar: ¡cuidado!, y provocar una avalancha con un saldo de varios muertos. A favor, los musulmanes tienen la vestimenta: yo vendería mi alma para poder andar de túnica por la vida. Sobre todo, en verano.


Demasiada gente (yo soy el de blanco)


Finalmente, no me hice musulmán. No tiene un buen marketing Alá. Por ejemplo, lo primero que le dicen a uno, es que hay que rezar cinco veces por día. Dicho así suena molesto, pero si pusieran: "Musulmanes, la única religión en contacto permanente con su Líder", sería mucho más atractivo y comercial. O, en el tema del ayuno, yo hubiera vendido así el Islam: "una religión que castiga la obesidad con arder en el Infierno". Incluso el tema de la poligamia, no creo que esté muy difundido y bien explicado: hacen falta más carteles de ActitudIslam.

Suelo fanatizarme por las cosas que me gustan. Tengo personalidad de estúpido, y probablemente si hubiera sido musulmán, este blog se llamaría Muerte a América. Si me hubiese hecho musulmán sería fanático, tal vez un poco terrorista. Quizás haber nacido en épocas en que jugarse la vida por una idea es un poco anacrónico no favoreció el hecho de que me haya vuelto musulmán, porque todavía no creo que inmolarse sea una gran solución para nada. Jugarse la vida es, también, jugarse por la vida (aunque, a veces, muriendo). Me gusta más la idea de sacrificarse en vida para disfrutar de la vida, que cargarse una mochila de dinamita para llegar a un paraíso donde te esperan no sé cuántas vírgenes.